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La cueva del dinosaurio

Ladrillos

Me parece que esta tarde es domingo.

Me parece que esta tarde es domingo.

Santo Domingo de Guzmán
http://www.cult.gva.es/mbav/data/es06090.htm


Para Furgo.

No soy tan viejo todavía para los usos actuales y, sin embargo, ya tengo cosas de viejo: manías. Además, entre el despropósito de la programación televisiva y la fiesta constante de las calles y que las fiestas duran cada vez más y empiezan antes, desde que me jubilé ando un poco desconcertado y no sé bien en qué día vivo, a veces dudo y tengo que consultarlo expresamente valiéndome de referencias y trucos cada vez más complejos y enrevesados. Como los comercios ahora abren cualquier día a cualquier hora, no ayudan tampoco mucho que digamos a saber qué día es, ni los turnos desquiciantes y lunáticos de algunos trabajos cuyo ejemplo parece extenderse a pasos agigantados como el cambio climático, que hay colegas ancianos que se plantean veranear en invierno y ya lo hacen. Ni siquiera en los hospitales se respeta la diferencia de días y horas porque lo mismo te visita un médico (que ya nunca es el mismo) en lunes que en domingo y las visitas te aparecen cuando les da la gana o les viene mejor. No sé en los cementerios, pero seguro que todo se andará.
Todo está desquiciado, como ya decían mis abuelos y antes los suyos, sólo que ahora es verdad. Quizás siempre ha sido verdad y no se daba cuenta nadie más que ellos. Sea como fuere, el caso es que nos ha llegado de golpe la verdad de que todo está desquiciado y cambiante y que todo gira y se sucede a una velocidad de vértigo y los días pasan a una leche que no hay quien lo soporte porque no hace nada que hizo un año y ha pasado navidadreyescarnavalsemanasanta primerodemayoveranoelmembrillotodoslossantos laconstilainma laloteríayotranavidad volando como el AVE y no digamos cuando miramos años más lejanos. ¡Hay que joderse! Y suma y sigue. Eso son síntomas (aparte de que ahora todo son síntomas) de la vejez galopante que nos invade, por lo menos a mí que me estoy volviendo más conservador que un gato viejo y pierdo el sentido del humor a borbotones.

-¡¿Qué escribe en su diario, Agustín?!
-¡Pues nada, tronca, chorradas!
-¡Ay, ay, don Agustín, qué bromista es usted!
-¡Usted sí que está buena, hermana!
-¡Ande, ande, deje de ser tan malo, que va a ir al infierno!
-¡Pero ¿todavía existe eso?! ¡Y ¿cuándo lo va a cerrar este Papa?!
-¡No hay quién pueda con usted, don Agustín, le dejo por imposible! ¡Y eso que luego no sabe en qué día vive!
-¡Pues debe de ser domingo, hermana, porque lleva usted la minifalda gris marengo …!
-¡Ave María Purísima!
-¡Sin pescado concedida!
-¡Hermana Luisa, más diazepan para Agustinín! (por listo).
-¡Juah, juah, juah! ¡Menos mal que hay cosas que no cambian!

© Javier Auserd

El secreto de su éxito.

El secreto de su éxito.

Esta imagen puede herir la sensibilidad del espectador. 

-¿Y cómo ha llegado a este puesto tan importante de Coordinador de Castañeras, señor Genuflexo?
-Pues con humildad, hijita. Con mucha humildad. Siempre he dicho que nunca he merecido las responsabilidades con que las Autoridades (que Dios guarde su sublime misión) han querido … abrumarme.
-¿Y no será que es usted muy modesto?
-Será como usted dice. Yo sólo he sido humilde, disciplinado y respetuoso con la Autoridad (que Dios bendiga siempre), obediente a sus sabias instrucciones y amigo de mi amigo.
-Quiere decir de sus amigos.
-No, hijita, no, amigo. Sólo he tenido un am(o)igo al que he sido fiel … (e incombustible) a pesar de que no tenía un humor muy … dulce, que digamos.
-Y cómo se llama ese “amigo”.
-¡Señorita, me ofende usted! ¡Es usted nueva, ¿verdad?
-No, señor Genu, sólo soy joven y además esta ciudad ha crecido un poco (no mucho), pero algo sí ha crecido.
-¡Ah! … será eso. Pues bien, ese insigne personaje local y … universal a un tiempo es don Fernundio Genciano de las Entretelas y Canales de San Saturio … ¡nada menos!
-¡Ah! … pues qué bien. Y ese … insigne señor, ¿cómo ha influido en su vida, don Geranio?
-¡Oh, ha sido un gran … benefactor para mí! Siempre me ha protegido y amparado.
-Pero dice usted que no tenía muy buen humor.
-¡Yo no he dicho eso, señorita! ¡Ustedes los periodistas lo tergiversan todo! ¡Ese hombre es un santo y le debo todo lo que soy! ¡¿Cómo se atreve a mancillarle?! ¡Estoy indignado!
-Tranquilo, tranquilo, don Geranio Genuflexo, no se altere. Si usted dice ahora que tiene un humor maravilloso, no se hable más, allá usted, pero no se altere, buen hombre, que le va a dar algo.
-¡Es que yo no he querido decir eso! ¡De decir que no tiene un humor muy dulce a decir que lo tiene malo va un abismo! ¡Además todo es matizable, córcholis!, ¡que ustedes lo tergiversan todo!
-Bueno, va … que … cuénteme lo que quiera para rellenar, digo terminar esta … entrevista (o lo que sea esto, ¡buff!).
-Pues … como le decía, don Fernundio ha sido para mí como un padre, un hermano y un hijo al mismo tiempo.
-¿Y eso?
-Cuando se enfada conmigo y me reprende tiene toda la razón, toda, toda. Y me fustiga y me escarnece (¡maldito canalla!). Pero cuando se deprime y nadie le entiende … je, je, je, je, entonces … ahí es la mía, quiero decir que … yo le consuelo y le animo a proseguir su dura andadura. ¡Andá, me ha salido un pareado!, ¡je, je, je, je, je! Un santo es, un santo ha sido y sigue siendo para mí ese hombre, gracias al cual he ido trepando, digo ascendiendo en mi carrera … profesional, a pesar de los obstáculos que la gente (más bien gentuza) pone siempre bajo los pies de las personas de bien, como yo mismo. Pero todo se supera, je, je, je, je, con … cintura, ¿me comprende usted?, cintura, mano izquierda … tacto … flexibilidad. Yo he aguantado mucho, mucho, mucho. He tenido que tragar muchos sapos y culebras, aguantar humillaciones y agravios con paciencia, que es la madre de la ciencia de trepar, digo de … superar dificultades y aguantar, aguantar mucho … todo lo que te echen. ¡Je, je, je, je! Ese es el secreto … el secreto del éxito, de cualquier éxito. Sí, sí. Ese es. No cabe duda. Si usted quiere … ascender en su trabajo, señorita, tiene que aguantar lo que le echen … todo lo que le echen. Todo.
-Pero a veces discuten, han discutido ustedes dos, ¿no?
-¿Discutir? No. Dos no discuten si uno no quiere. Él no discute nunca, sólo me regaña y me humilla constantemente recordándome mis humildes orígenes, quiero decir (borre eso, borre eso, le digo), don Fernundio es un hombre excelso y … paradigmático incapaz (eso es, un incapaz) de discutir con nadie.
-Ya. ¿Quiere añadir algo en esta … entrevista?
-No. Hmmm … Recalcar tan sólo, si acaso, las extraordinarias relaciones que me unen … humanas … relaciones humanas que me unen … hmmm … con don Saturio, digo con don Fernundio y que siempre he mante … hemos mantenido y mantendremos por encima … de …adversidades o … malentendidos, como cuando me hace callar recordando mis fallos y errores mientras me llama sapo asqueroso y yo vuelvo arrastrándome al día siguiente como si nada hubiera pasado y soporto sus ataques de cólera o sus profundas depresiones en las que se queda sin un solo amigo y allí estoy yo aprovechándome de todas las designaciones a las que puedo aspirar y ser … y trepar … y alcanzar las más altas dignidades gracias a mis humildes merecimientos entre los que se cuenta este último, motivo de su entrevista, de Supervisor de Churreros o Coordinador de Castañeras, que me diga, puesto rotatorio provisional y honorífico donde los haya que sólo me reportará disgustos y genuflexiones mientras soporto estocadas y desprecios y que yo, desde aquí agradezco profusamente a las Magníficas Autoridades (que Dios confun … digo proteja), que son, en realidad, el secreto de mi éxito, que constituyen mi trayectoria vital que los envidiosos califican vilmente de lameculística, porque sólo la envidia más exacerbada y recalcitrante puede calificar mis acendrados crisoles de tan vil forma. Eeee … ¿Por dónde iba? Ah, sí. Muchas gracias.
-Pero levántese, hombre y deje de lamerme la mano. Vale, vale, que ya se ha terminado esto. Adiós, don Geranio. (¡Puajj!).

© Javier Auserd.

El tedio, insoportable, del pobre elegido.

El tedio, insoportable, del pobre elegido.

http://actualidad.terra.es


El multibillonario dicta sus instrucciones matutinas mientras se enjuga el zumo de piña de las comisuras de los labios: “Intensificar lo desgraciados que son los ricos en todas las telenovelas de producción propia e influir en las de la Federación Institucional de Teleseriales …”. Y también: “Nota a la Federación de Periodistas Tertulianos Opinadores para que aumenten sus opiniones a cerca de la prevalencia de lo espiritual sobre lo material donde los pobres ricos no tienen nada que hacer, etc., etc., etc.”. Le encanta ocuparse personalmente de eso. Otra cosa: “Campaña para promocionar lo tranquilos que están los pobres sin responsabilidades … abrumadoras (eso es: abrumadoras) por … todo”.
Luego se va a jugar al golf (el golfo, como él lo llamaba) y se entretiene un buen rato haciendo cantinfladas hasta la hora del almuerzo, de tipo mediterráneo, que toma en el Club.


-¿Sabes qué te digo, Ansel? – Ansel es, desde luego, Anselmo, su asistente mayor de semana de turno.
-Diga, señor.
-Que teníamos que popularizar más el golfo. ¿No crees?
-Y ¿el agua?, señor.
-¡Es verdad! – dice el multi, dándose una palmada en la frente - ¡Qué cabeza la mía! Siempre se me olvida que los pobres no pueden permitirse el agua. Pues nada, que no se popularice el golfo.
-Bien pensado, señor.


Después del almuerzo, el multi (Charly, para los amigos), se toma un copazo en el camarote imperial del Náutico con sus socios minoritarios, al tiempo que cierra cuatro operaciones financieras de poca monta. Cuando termina, sus chicos (como llama cariñosamente al pequeño ejército de guardaespaldas que forman parte de su guardia personal) le conducen al aeropuerto donde espera un VTOL que le lleva a su residencia aleatoria para echar una siestecita, merendar él y ver la merienda de alguno de sus nietos.
Al despertar, se baña y despacha con su secretario vespertino los correos postales y electrónicos diarios, tras lo cual se deja llevar, casi en volandas, por su tropa especial a la embajada a cuyas puertas sus chicos se quedan a la espera a una prudente distancia mientras le escoltan al interior de la inmensa sede gorilas de otra empresa de seguridad contratada por el embajador aunque pagada por Charly. Allí cenan en la zona privada repasando los asuntos semanales entre el solomillo a la pimienta con ensalada regado con Chateau Maurac atendidos por agentes del servicio exterior. Cuando terminan, pasan al saloncito del te y se distienden. A veces, hasta ven una película y, en ocasiones, montan orgías muy discretas y controladas. En las vacaciones, le visitan desde los ranchos presidenciales y viceversa. A una hora prudencial vuelve de regreso a una de sus residencias, donde saluda por primera vez a su también agotada esposa y se despiden de camino a sus respectivas habitaciones de unos 500 m2 cada una, asistidos en todo momento por otro pequeño ejército de empleados, personal del servicio, seguridad y mantenimiento. Se relaja unas pocas horas, aunque hay noches que no llega a apagar todas las luces.
Que él no sepa de forma pormenorizada los detalles de su inmensa fortuna, no significa que no se sepan. En alguno de sus portátiles, un archivo llamado, por ejemplo, Golfo.sdoc de miles de páginas lo dice, siempre listo para ser consultado sólo por Charly.
A la mañana siguiente, sus ayudantes de agenda están ya atentos a sus más mínimos gestos y deseos. Nada un rato en la piscina, pasa a la sauna, le secan con rayos uva, desayuna, le visten, le acompañan por los pasillos y jardines hasta el área administrativa donde va dictando a sus secretarias y juguetea con los portátiles: “Intensificar lo desgraciados que son los ricos en todas las telenovelas de producción propia e influir en las de la Federación Institucional de Teleseriales …”. Y también: “Nota a la Federación de Periodistas Tertulianos Opinadores para que aumenten sus opiniones a cerca de la prevalencia de lo espiritual sobre lo material donde los pobres ricos no tienen nada que hacer, etc., etc., etc.”. Otra cosa: “Campaña para promocionar lo tranquilos que están los pobres sin responsabilidades abrumadoras y agobiantes”.

© Javier Auserd.

El viejo Billy el niño (Maldito Pato) (IV).

El viejo Billy el niño (Maldito Pato) (IV).

Epílogo.
Una dulce (y linda) figura de monja se arrodilla sobre una cruz en el cementerio del convento de las hermanas capuchinas en Santa Ana, Chihuahua, y deposita unas flores frescas sobre una sencilla lápida. En ese momento, alguien que la observa desde el arco que da al claustro, la llama con voz desabrida:

-¡Hermana María Magdalena del Difícil Consuelo!
-¿Sí, madre priora? – se acerca corriendo la monja.
-¡¿Cómo tengo que deciros que no pongáis más flores en esa … cruz?!
-Lo siento, madre priora – susurra bajando la cabeza.
-¡Lo siento, lo siento! ¡¿Cuántas veces he de decíroslo?!
-Os suplico que me perdonéis, madre priora.
-¡Que os perdone, que os perdone! ¡Ya os perdonó la madre abadesa, que en Gloria esté, pasando por alto que vuestra dote la formaban pagarés de la Compañía Estatal de Ferrocarriles de Nuevo Méjico! ¡Pero vos, hermana, os empeñáis en desobedecerme!
-Castigadme, madre priora.
-¡Por supuesto que eso es lo que voy a hacer! ¡Ahora mismo vais a la cocina a fregar peroles!
-Sí, madre priora.
-¡Y me traéis una infusión para el estómago! No me encuentro bien últimamente.
-¿Cómo la madre abadesa, que en Gloria esté, madre priora?
-¡Y yo qué sé si también le dolía el estómago a la madre abadesa, que en Gloria esté, o fue un cólico miserere, insolente! ¡Id, id, no os distraigáis!
-Sí, madre priora, ahora mismo vengo. Pronto os dejará de doler el estómago (y todo).

Pat (¡pobre Pato!), al fin, no pudo disfrutar su recompensa, pero tampoco él, ni la madre abadesa, ni la madre priora llegaron a conocer un refrán fronterizo que reza así: “Nunca te rías de un mex acorralado, pero guárdate más de una mujer enamorada, ¡carajo!”.

(Fin).

© Javier Auserd.

El viejo Billy el niño (Maldito Pato) (III).

El viejo Billy el niño (Maldito Pato) (III).

Para leer con B.S.O., pulsad: http://www.goear.com/listen.php?v=74dd9f0
http://www.quinlanroad.com


Tres.
-No te muevas, Pat. Quédate ahí.
-¡¿Eh?!, ¡Pero …!
-Sí, Pat. He vuelto.
-No puede ser. ¡No te creo! Pero esa voz …
-Es la mía, Pat. ¿De quién quieres que sea?
-No. No es posible. Yo te maté … hace … mes y medio.
-Pues, ya ves, no me mataste bien, porque he vuelto.
-Y … ¿a qué has vuelto?
-¿De verdad hace falta que te lo diga?
-A matarme.
-Si te empeñas …
-¡No! ¡No! ¡Espera! Vamos a hablar.
-¿Y qué carajo estamos haciendo, Pat?
-Quiero decir … que me escuches … por … favor.
-Soy todo oídos.
-Debes comprender … que no me quedaba otro remedio.
-Me estás haciendo perder el tiempo … y la paciencia.
-¡Espera, espera! Ya te dije, Billy …
-No te vuelvas, Pat. No te muevas o te quito … la palabra. Así está mejor. Sigue.
-Ya te dije … aquella noche …
-Repítemelo.
-Ah, Billy, ¡eres desesperante y terco como una …! mula.
-¿Y?
-Pues … como te dije … eee … te dije que … todo había sido un error. Sí, eso es, un maldito error. Yo no quería, Billy y … como sabes … Hunter … me obligó.
- Eso no fue lo que me dijiste aquella noche, Pat. ¿Es que estás pendejo perdido, ¡carajo!? ¿Te mato ahurita mismo?
-¡No, no, Billy!, lo siento, me … confundí. Lo siento, es que … me falla la memoria y … estoy nervioso. Sí, lo reconozco. Ha sido una sorpresa volver … a … verte … oírte. Eso se lo dije … a Emiliano. Sí, eso es … a Emiliano.
-¿Porque te llamaba Pato?
-¡Sí! ¡Ja, ja, ja, ja, ja! Por eso, por eso fue.
-¡Qué mal te ríes, Pat! ¡Deja las manos quietas! ¡Tira los revólveres, anda, o te estropeo esa lata tan bonita que llevas en el pecho! ¡Por quererme engañar!
-¡No, no, Billy, no! Ya me quito la canana, ¿ves? Y la tiro al suelo, ¿ves?
-¡No te vuelvas!
-Pero ¿qué más te da que hablemos cara a cara?
-¡He dicho que no te vuelvas!
-Bien, bien, no me vuelvo. Es que … se me va la cabeza, Billy y … con la sorpresa de … volver a … verte. (Bueno, verte, lo que se dice verte …). No me lo esperaba, la verdad, Billy … compréndelo.
-Te voy a coser a balazos, Pat. Y luego te voy a dejar sin enterrar … para que te coman los coyotes, ¿okey?
-No, no, Billy …, por favor.
-¿Tienes miedo, Pat? ¿Ahora que sabes lo que se siente … segundos antes de morir?
-Está bien, Billy, está bien. Ya me calmo. Me vas a matar de todos modos, pero antes … voy a volverme para verte. Porque no puedes ser tú. Es un truco. Tiene que serlo.
-¿Ah, sí? Y entonces, si no soy yo, ¿quién soy, Pat?
-Eres … eres … ¡No sé quién carajo eres, Billy! Pero no eres tú, no puedes ser tú …, aunque la voz sea la tuya.
-Está bien, Pat. Vuélvete para que puedas verme … antes de irte.
-¡Pero … pero … si eres … tú! ¡No es posible! Aunque … ¡estás algo más alto! ¡Has crecido! ¡¿Cómo es posible?!
-Es que la muerte estira, Pat. Tú también crecerás. Seguro. Adiós, Pat, quiero decir … hasta ahurita.
-¡¿Ahurita?! ¡Pero, ¿cómo he podido ser tan idiota?! ¡Eres …!
-Adiós, Pat – dijo Lolita con su voz verdadera, mientras disparaba.

Cuando Pat cayó junto a la tumba abierta de Billy ya estaba muerto. Había reconocido a Lolita en el último segundo pero no le sirvió de nada. En su intento entre coger un revólver de su canana, a unos pasos de él, tirada en el suelo, o sacar el cuchillo que llevaba en una de sus botas, dudó. Y esa duda le costó la vida.
Con ayuda de sus primos, Lolita despojó a Pat de sus ropas, estrella de chapa incluida, le metió en el féretro de Billy, descendieron la caja al fondo de la fosa y la volvieron a cubrir de tierra. Recogieron todo: ropas, capote, botas, canana …  Vistieron a Billy con las cosas de Pat y le subieron a su caballo al que llamaron con el silbido que usaba Pat para llamarlo. Luego, Lolita, tiró la estrella de Pat sobre la tumba de Billy y echaron a andar cruzando la frontera hacia Méjico.


Entre las muchas leyendas que circulan todavía por aquellas tierras está la que sostiene que Pat, arrepentido, tiro su estrella de hojalata de sheriff de Lincoln sobre la tumba de Billy y se fue a California a disfrutar su recompensa.

(terminará ...)

© Javier Auserd.

El viejo Billy el niño (Maldito Pato) (II).

El viejo Billy el niño (Maldito Pato) (II).

Para leer con B.S.O., pulsad: http://www.goear.com/listen.php?v=74dd9f0

http://www.mayas.uady.mx/exposiciones/exp_033333.html


Dos.
Pero Lolita sí que lo oyó. Se quedó quieta unos segundos en la cama con los ojos espantados y la mente en blanco, intentando entender aquel estruendo tan contundente que presentía malo. Ahora no se oía nada: ni los coyotes, ni los zorros, ni las ranas, ni los grillos, ni las ovejas, ni las vacas. No había amanecido aún, pero la noche seguía siendo clara. Los primeros en reaccionar fueron los perros, menos cautos que el resto de sus colegas. Lolita salió del ensimismamiento y procesó, al fin, el origen del ruido. Se incorporó en el catre, procurando no hacer ruido, y buscó la silla de la que colgaba la canana de Billy de la que pendían las  fundas donde descansaban sus dos revólveres cargados, como siempre, y que ella también sabía usar. Cogió la canana, se la ciñó a la cintura y se la ajustó a sus formas femeninas. Luego desenfundó un revólver y, paso a paso, muy despacio, pegada a la pared, se acercó a la cocina. Conocía la casa como la palma de su mano y, aunque se había puesto la luna, no tenía miedo a los tropiezos.
Antes de llegar a la cocina sintió la irritante sensación de pólvora en el aire que la hizo toser instintivamente. Aunque lo hizo lo más flojo que pudo, no le sirvió de nada, porque Pat, con oído de zorro y olfato de coyote, la estaba esperando. Apareció como un fantasma y la desarmó sin mayores problemas. Lolita se revolvió como un alacrán y le lanzó una patada al tobillo que dio en el blanco, pero Pat encajó el golpe con terca compostura y apenas un mayor retorcimiento de los brazos de la muchacha que gimió de rabia por haberse dejado atrapar tan pronto como un ratoncillo inexperto.

-Estate quieta, fiera. No quiero hacerte daño – susurró Pat.
-¡Le has matado, cerdo! ¡Le has matado! ¡¿Dónde está?! – resoplaba Lolita con furia.
-Si me prometes estarte quieta, te dejo verle – dijo Pat.
-Está bien – contestó la mujer después de un breve forcejeo.

Billy estaba tendido en el suelo de la cocina, bajo la ventana que daba al desierto. Lolita se acercó despacio, conteniendo el llanto, al tiempo que Pat prendía una vela con un fósforo y se la acercaba para que pudiera verle mejor. Parecía dormido. El charco de sangre que se iba extendiendo lento e inexorable quedaba, todavía, oculto por su cuerpo y su expresión era serena, casi resignada. Ella se arrodilló a su lado y, poniendo su cabeza en su regazo, empezó a cantarle, muy bajito, una nana.  


Pat dejó la vela sobre la mesa y salió al porche, donde acababan llegar sus ayudantes, para decirles que esperaran unos minutos antes de apartar a Lolita sin hacerle apenas daño, cargar el cuerpo de Billy en el carro que tenían preparado, avisar al cura católico y enterrarle en el pequeño cementerio de Fort Summer, mirando al desierto. Luego, mientras amanecía, se dirigió a la oficina de correos y despertó al funcionario para telegrafiar a Washington un escueto despacho de tres palabras: “B. está resuelto”, firmado P. K. Garrett, s.s. Acto seguido se fue al bar y desayunó dos huevos fritos con arroz, una tostada con mermelada, dos tiras de bacon vuelta y vuelta, todo ello regado con un buen vaso grande de wisky lleno a rebosar. También le dio tiempo a que un niño mejicano le lustrara las botas y a salir por la puerta con su reluciente y enorme estrella de hojalata que le acreditaba como sheriff del condado de Lincoln, en el preciso momento en que el lento carro de una sola mula, que contenía el cuerpo de Billy dentro, atravesaba la calle principal camino del cementerio con Lolita sollozando detrás flanqueada por tres mujeres llorando bajito vestidas de riguroso luto, que debían de ser familiares suyos, y cinco de los ayudantes de Pat. Pat, muy despacio, bajó las escaleras del saloon colocándose el sombrero y ajustándose la canana y se unió al improvisado cortejo fúnebre de Billy.  


El viejo cura católico les esperaba en la puerta del camposanto, con cara de susto, sudando como un pollo en el horno de buena mañana. Cuando llegaron, la fosa había sido abierta ya por cuatro peones, a los que Pat lanzó unas monedas, y esperaba, bostezando, a recibir el cuerpo de Billy. Al cura, apenas le dio tiempo a farfullar dos latinajos rápidos, a impartir una bendición al cadáver, a encabezar el cerrado “amén” que todos corearon y a recibir unos pesos de Pat para inscribirle en el Libro de los Muertos y unas cuantas cervezas.
Cuando el cuerpo de Billy descansó en la dura tierra del desierto, Lolita se volvió al pueblo ayudada por las tres mujeres de negro, envuelta ella también en un manto de ese lúgubre color.  


Lolita se sentó a llorar en la cocina de la pequeña casa de sus parientes, delante de una botella de tequila. Mientras lloraba y bebía a morro de la botella, una idea descabellada iba tomando forma en su cabeza sin detalles concretos … todavía.
La cosa se le ocurrió pensando en la imagen del frágil féretro que contenía el cuerpo sin vida de su marido bajando a una tumba de las consabidas dos varas de profundidad o una toesa y en lo poco complicado que resultaría desenterrarle, claro está, con ayuda. Lo primero que tenía que hacer era localizar a la familia de Billy, contarles lo que había sucedido y planear, paso a paso, la venganza contra Pat.
¡Maldito Pat! ¡Y, para más INRI, cobraría la recompensa! ¡Era el colmo!
En su cabeza, lindamente embotada entre el alcohol y el dolor por la pérdida de Billy, comenzaron a fraguarse los detalles que necesitaba. Unos detalles que, por primera vez desde esa infausta madrugada, dibujaron una leve sonrisa en unos labios resecos de tantas lágrimas vertidas. Si se apuraba, igual podía hacer coincidir la resurrección de la venganza con los días de difuntos, bien celebrados también en aquella parte de la frontera mejicana.
Mandó telegramas a su familia política a las direcciones que tenía, dando escueta cuenta de la muerte de Billy, pero no obtuvo respuesta. Mientras, el tiempo se le echaba encima y se le iba en disimular la resignación propia de una viuda cristiana bajo la prevenida mirada del hombre que Pat había dejado en Fort Summer y que usaba el telégrafo todos los días a eso del atardecer.
Era desesperante para Lolita comprobar cómo a aquellos malditos irlandeses siempre les importó Billy un carajo. Quizás eso explicara, en parte, el poco aprecio que el propio Billy parecía sentir por ellos en vida. De cualquier modo, ella tenía que actuar para vengarle, por más que lo único que tuviera claro fuera el respaldo de los suyos. Por eso, reajustó los detalles a lo que había, aunque no podía evitar que le chirriara el fuerte acento mejicano de su tropa, que sin duda era lo que podía delatarles. Dándole vueltas y más vueltas, que le dejaban profundas ojeras achacadas al duelo, recordó una mañana cómo jugaban Billy y ella, a veces, a las imitaciones de sus intercambiadas voces y retahílas, y cómo ella, con mucha guasa, se esforzaba en el nasal, algo estridente y un poco agudo tono yanky de Billy que intentaba disimular bajándolo hasta dejarlo en un susurro esforzado bajo el pretexto de una irritación crónica de garganta, tan conocido por sus amigos y compinches y, desde luego, por Pat. Este recuerdo la animó a redondear su plan hasta adaptarlo a las nuevas circunstancias y lo dejó listo para ser oportunamente ejecutado.  


Pat había llegado tres horas antes de la señalada en la nota que le mandó su hombre en Fort Summer que, a su vez, había recibido de un chiquillo mejicano de los que jugaba en las calles del pueblo y que salió corriendo confundiéndose con el resto antes de que Gordon pudiera reaccionar. Aún así, no veía nada extraño en el pequeño cementerio desde la loma cercana donde estaba apostado. Las familias que, siguiendo la tradición de los colonizadores adaptada a los ritos indígenas, dejaron comida y flores sobre las tumbas de sus difuntos, hacía mucho rato que se fueron a cenar dejando el campo desierto y frío después de que las alimañas, en un fugaz espectáculo de abrir y cerrar de ojos disfrutado por Pat, hubieron dado buena cuenta de viandas y adornos.
Entonces Pat, echándose un capote militar sobre los hombros para protegerse contra la suave helada que comenzaba a caer a eso de las diez de la noche, se sacudió los pantalones, se ajustó la canana y bajó, muy despacio y precavido, hacia la tumba de Billy que era donde le citaba la nota famosa.

(continuará ...)

© Javier Auserd.

El viejo Billy el niño (Maldito Pato).

El viejo Billy el niño (Maldito Pato).

Para leer con B.S.O., pulsad: http://www.goear.com/listen.php?v=74dd9f0 

http://www.jacquesmoitoret.com/html/billy_the_kid.html


Era muy clara aquella hermosa noche clara de mediados de septiembre en la frontera. Había sido un verano seco y sofocante y aún no descargaban las lluvias, pero ya refrescaba algunas noches. Billy, sentado en el porche de la casa de las afueras del pueblo, pensaba. Pensaba en todo lo que le había ocurrido a lo largo de su vida hasta el momento y cavilaba sobre lo que debía o no debía hacer de allí en adelante. Sabía que llevaba a Pat pisándole los talones, pegado como un moco, y que, tarde o temprano, le cazaría y le tumbaría como había hecho ya con el resto de la banda. Le daban ganas de cruzar el Río Grande y entrar en México, pero, por otro lado, no le gustaba huir y quería darle a Pat su merecido, aunque ahora la Ley le amparaba, o precisamente por eso.

A lo lejos aullaban los coyotes, los zorros y otras alimañas y los perros de los ranchos cercanos les contestaban enfadados. No estaba bien lo de Pat: pasarse al otro bando por dinero y seguridad traicionándoles. No es que Billy no comprendiera que su mundo se desmoronaba detrás suyo y que venía otra época con otros códigos, otros métodos, otros intereses y otras prioridades. Era plenamente consciente de ello. Pero no estaba bien lo de Pat. Además, él se hacía mayor, lo notaba. Notaba el paso lento e inexorable del tiempo sobre sus huesos y empezaba a añorar la familia que nunca había tenido.

Lo habían pasado bien, de eso no cabía la menor duda. Asaltos, cabalgadas, atracos, borracheras, timbas: la vida al minuto. El mañana no existía y el ayer quedaba muy atrás, después de burlar a los rurales. Incluso la muerte formaba parte de la juerga y, si te tocaba, te jodías con una sonrisa traviesa y elegante en los labios y, a ser posible, también con un buen cigarro. Pero cuando no se piensa vivir tanto, el futuro cobra una entidad que desconcierta, y eso era una parte de lo que le estaba pasando.

¡Maldito Pato (como le llamaba Emiliano)! ¡Maldito bastardo! ¿Por qué había tenido que traicionarles de esa manera, precisamente ahora? Billy no alcanzaba a entender el putrefacto corazón de los conversos y no concebía que era la forma despreciable que tenían de hacerse perdonar su vida anterior ante sus  amos, después de haber sido insultantemente libres. Y su estómago se rebelaba ante esto (¿o serían los frijoles de la cena?). Caminó descalzo por la casa a oscuras y en silencio. Le gustaba. La luz de la luna sobre la entrada del desierto bañaba todo con un halo fantasmal muy agradable y era más que suficiente para ver, de sobra, la inmensa extensión de cardos y dura y seca tierra, pero también producía sombras, zonas oscuras, abismos insondables donde se cobijaba el peligro y acechaba la muerte. Claro que ¡siempre acechaba la muerte! Incluso a los pacíficos peones de los ranchos y a los, cada vez más escasos, pequeños propietarios pobres, y a los ovejeros, y a los cactus, y a los escorpiones … ¡A todos les acechaba la muerte!

Se dirigió hacia la cocina , abrió una cerveza, se enjuagó la boca y escupió por la ventana. Entonces oyó el relincho allí mismo, al lado, y al volverse distinguió a Pat, sentado en una silla, con un vaso de whisky en la mano.

-¿Qué haces aquí? – le preguntó.
-¿No lo sabes? – contestó Pat.
-Quiero decir que por qué has venido tan pronto – dijo Billy.
-Pronto, tarde, ¿qué importa eso? Sabes que, al fin, vendría y sabes a qué he venido, ¿no?
-Sí.
-Siéntate, si quieres. Tenemos un rato para charlar.
-¿Y luego?
-Luego … te voy a matar.
-O yo a ti.
-No, Billy, no. El revólver más cercano lo tienes en la habitación de Lolita, al fondo de la casa. Siempre fuiste muy confiado. La verdad es que no sé cómo has llegado tan lejos siendo tan despistado como eres. Siéntate, anda.
-Para qué quieres hablar tanto si me vas a matar – dijo Billy sentándose mientras se terminaba la cerveza.
-Quiero explicarte por qué te voy a matar.
-¡Oh, qué considerado!
-No, Billy, no soy considerado, soy un cerdo y un canalla sin escrúpulos y sin entrañas. Tanto si siguiésemos juntos atracando bancos y diligencias como ahora que me he pasado a la Ley.
-¡La Ley! ¡Valiente cerda, la Ley! Y ¿te gusta más “la Ley”?
-Sí. Mucho más. Me permite hacer lo mismo que fuera de ella, pero dentro: protegido y a resguardo. ¿Comprendes el matiz?
-¡Seguro!, ¡¿cómo no?!
-¿Y por qué no te pasaste tu también?
-¿Podría?
-Ahora ya no.
-Pues, entonces.
-Ay, Billy, Billy – dijo Pat, moviendo apesadumbrado la cabeza – Siempre fuiste un cabra loca, un tarambana, un bala perdida. No has pensado nunca en serio. No te has tomado nunca en serio nada.
-Y por eso voy a morir.
-Sí. Exacto – le miró Pat, sorprendido – Es el fin de tu mundo … de nuestro mundo … de aquél mundo, quiero decir.
-Sé bien lo que quieres decir, Pat, ¡vete al infierno con tus sermoncitos de última hora! ¡Termina lo que has venido a hacer y lárgate a cobrar la recompensa! ¡Mueve mucho la cola a tus nuevos amos, no sea que se enfaden y te manden a otro cerdo como tú a darte el pase! Sólo te pido una cosa, Pat: deja en paz a Lolita.
-Tranquilo, Billy, Lolita está a salvo. Aún no he llegado a eso.
-Llegarás – masculló Billy con desprecio- Despáchame pronto, ¿quieres?
-De acuerdo, Billy, yo sólo quería …
-¿Qué no te guarde rencor? – sonrió Billy con una mueca.

Hubo un silencio en el que se pudieron oír todos los roces y movimientos del desierto. Pasaba la noche rodando como una piedra de moler harina. Pasaban los coyotes, los zorros, las ranas los insectos, los alacranes, las lechuzas, los potros salvajes, las ovejas, las vacas. Una locomotora lejana lanzó el estridente silbido del imparable progreso. En ese instante, Lolita se dio la vuelta en la cama, a punto de notar la momentánea ausencia de Billy.

-Tranquilo, Pat – volvió a sonreír Billy – No te guardo rencor.

Y entonces, a los ruidos tranquilos y normales de la aldea fronteriza, al borde del amanecer, se superpuso el ruido más seco y duro del mundo. Un ruido que Billy había oído y producido antes muchas veces, pero que aquél no llegó nunca a oír.

© Javier Auserd.

Accidentes.

Accidentes.

http://www.lavozdeldesierto.com/ojinaga/08oct06/nota25.htm

Que nunca nos pongan las circunstancias
en el lugar de los hechos
el día de autos.
 

 

Uno.

-¿Cómo sigue?
-Ahora parece un poco tranquilo. Le ha dado la médica un relajante.
-Procura que no le moleste nadie. ¡Pobre hombre!
-No te preocupes, nadie le va a molestar.
-¿Tu crees que le caerá mucho?
-Sí. A este sí. Por desgracia.
-Es que me pongo malo. No hay derecho.
-Sí, se le revuelve a uno el estómago.
-Pensar que, encima, le van a caer un montón de años por asesinato.
-Eso es lo que te pone malo. Mejor no pensar.
-¿Quieres un refresco?
-No. Me acabo de tomar un café.
-Yo voy a por uno.
-Sube al vestíbulo, porque la de aquí está otra vez estropeada, como siempre.
-Siempre está rota, yo no sé por qué no la tiran a la basura de una vez.

Dos.


-Ya estoy aquí. Oye, otra vez hay sangre en la escalera.
-Sí, es del Zum-vao, que se ha vuelto a lesionar con un azulejo roto cuando le iban a llevar a interrogatorios.
-¿Qué marrón se va a comer ahora?
-Ahora es más serio. Una niña que abusaron los de la banda del Chirla en Entrevías y le pagan por inculparse. Pero luego se lo ha pensado mejor y ahora dice que naranjas de la China. En fin, ya sabes, lo de siempre.
-Sí, ¡qué coñazo! El que ha vuelto más seriecito del Puerto es el Jorobas. ¿Le has visto?
-¡Sí, calla, que se ha dejado perilla y dicen que se ha hecho evangélico o evangelista o lo que sea eso! Dicen que ya no se droga porque Jesús le ama …
-¿Jesús? ¿Se ha vuelto maricón?
-¡No, hombre, no! ¡Jesús, Jesucristo!
-¡Ah, bueno! ¡Qué susto me habías dao!
-Si es que está todo desquiciao. Manolo, el de la científica, el de laboratorio …
-Sí, ¿qué le pasa?
-Me han dicho que le han pillado con unos gramos de coca de la última requisa.
-¡No jodas!
-Como lo oyes. Creo que andaba mal de pasta porque su hija se ha ido este verano a Irlanda a estudiar, y … claro.
-¡Claro! ¡No me jodas! ¡Pero si era un tío más majo que la hostia!
-¡Ya ves! Al final tos caemos.
-No lo digas ni en broma, ¡joder!, que me quedan dos años.
-¡Ya! Y a mí uno y medio. ¿Y qué? Esto es como el furbol: hasta que no pita el de negro, puede pasar de to.
-¡Calla, calla, anda, no seas gafe!
-Sí, sí. Sé quien dices. Pero es lo que hay.
-¡Anda, anda! Cambiando de tema, ¿por qué no te asomas a ver de ese pobre hombre? No me da buena espina.
-¿Qué temes, que se suicide?
-No sé. Cosas más raras hemos visto.
-Si es que no hay derecho, ¡joder! Y pensar que al que ha matado sólo le habría caído una multa o poco más.
-Ya te he dicho que tú no pienses. Que nos pagan por obedecer, ver, oír y callar. Que así es como nos jubilaremos y no pensando.
-Ya, pero es que esto es muy fuerte. Nosotros habríamos hecho lo mismo que él.
-Sí, eso es verdad. A mí me atropellan a mi niña como hizo el cerdo ese al que se ha cargado y … y le mato.
-¡Toma! ¡Pues es lo que ha hecho este hombre!
-Pues se ha jodido la vida para siempre.
-Y ¿qué le puede importar eso ahora?
-Sí. Eso es verdad. Voy a ver.

Javier Auserd.

Capítulo VI.

Capítulo VI.

http://www.elangelcaido.org/creacion/019/019eljardin.html
Detalle de "El jardín de las delicias" de El Bosco ( 1453 - 1516 ).

 

Sin más contemplaciones, regreso a Cartago. Estoy harto de hacer el oso para un coronel tonto y una furcia loca con aires de gran dama sureña depravada. Estoy harto de las iguanas y de las plantaciones, de las cínicas matanzas, de las vírgenes suecas y los pobres nativos, de los tifones del trópico y de los acantilados, de la estúpida selvita sin refrescos de cola; harto de los mosquitos caníbales, las cabañas ardiendo, los rápidos del Mississippi y de los cafetales. Regreso a Cartago.

Me cisco en los papeles y en las fotonovelas, en las obras de arte y en los candelabros de la nobleza. Y de la burguesía. Y de los dirigentes del proletariado, también. Porque estoy tan hasta el gorro, que sólo quiero dormir y cobijarme al otro lado de la luna. Andar por los montes olorosos de piornos y tomillos a la luz protectora de la luna, al remanso acariciante de la luna, al amparo de la luna, al blanco, azulado, tierno, suave resplandor del beso de la luna. Y estar así: tenso y tranquilo, atento y relajado, envuelto en su mágico sosiego, reposo de aventuras, como en una película de riesgo y celofán, de calma y manzanilla. Y ver, sobre la elíptica extensión de las profundidades del océano, el sueño angelical con que premian los Amos de Todo a sus mansas, reptantes, criaturas.


Fragmento de "La mansión de manzanilla" de "Viaje al punto de partida". Javier Auserd.

Como agua de Mayo.

Como agua de Mayo.

http://www.astroseti.org/imprime.php?codigo=299


Le había dado por acosarnos con su interminable cantinela de desgracias figuradas y, cada vez que nos cogía por banda, nos contaba lo mal que le iba, aunque todo el mundo supiera que estaba podrido de dinero y que era un viejo avaro, tacaño y aburrido, que remendaba él mismo sus zapatos y su ropa para no tener que comprar otros nuevos. Ya no sabíamos cómo evitarle ni cómo quitárnosle de en medio una vez producido el encuentro y a sus vecinos y conocidos les pasaba lo mismo; se notaba por los grandes rodeos que dábamos todos para no pasar por delante de la puerta de su tienda donde salía a grandes zancadas levantando los brazos y dando muchas voces, como un loco, para abordarnos cuando nos echaba la vista encima. Ana era la que más caso le hacía porque le daba pena y a mí me ponía de los nervios ver cómo derrochaba sin sentido, sin objeto y sin pudor el tiempo ajeno que los demás teníamos que tratar de recuperar luego.

-¡Pobrecillo! – decía Ana.
-¿Pobrecillo? ¡Si está forrado! – respondía yo.
-Está muy solo y se aburre – apostillaba.
-¡Pues que se compre un mono y que nos deje en paz! – insistía yo, inmisericorde.

Era tan pesado, que te cortaba la retirada y se inventaba dolencias y desgracias para atraer, como fuera, tu atención y mantenerte en vilo, en ascuas, pendiente de sus exageraciones y de los desaforados aspavientos con los que acompañaba las inacabables peroratas de sus catastróficos relatos de terror. No era un pesado más, de los muchos que tenemos que soportar todos los días: era el príncipe de todos ellos, una verdadera pesadilla viviente.

Aquella mañana de un mayo atípico, fresco y lluvioso, habíamos estado en el despacho de Raquel y tomando luego un café con ella en el bar del Casino. No llovía cuando salimos de casa, aunque estaba nublado, de modo que no cogimos paraguas ni gorros ni capuchas, ni nada, sin embargo al despedirnos, caía a cántaros. Ella volvió a su cercano despacho y nosotros esperamos en la puerta del Casino a que escampara, pero no lo hacía. De modo que, arriesgándonos, cruzamos la calle y apretamos el paso atravesando por detrás de San Pedro hacia los soportales del Grande. Nos gusta la lluvia y no nos importa mojarnos, es decir, somos dos bichos raros, pero lo que nos cayó encima esa mañana en poco tiempo no está puesto, aún, en los papeles. Cuando llegamos, empapados, bajo techo, tomamos aliento y nos dedicamos a sacudirnos el agua, como los perros, durante un buen rato. Esperamos otro poco a que lo dejara y, como se nos hacía tarde, volvimos a internarnos en la cortina de agua tropical que rebosaba la atascada y mal conservada red de alcantarillado y anegaba las mal preparadas calles.

Con la aventura del diluvio, se nos olvidó dar el preceptivo rodeo y pasamos por delante de su tienda. Al momento, como si tuviera un detector invisible o alguna cámara estratégicamente situada, se plantó allí dándonos voces para llamar nuestra atención. Mas, al ver que llovía, se quedó petrificado en la puerta sin dar un paso más hacia la calle.

-¡¿Qué te pasa, Mariano?! – le grité.
-No. Es que … no me gusta la lluvia. Entrad, entrad vosotros.
-No, Mariano, no, que llevamos mucha prisa – me apresuré a decirle – Sal tú hasta la esquina – añadí.
-¡Por nada del mundo! ¡Maldita lluvia! ¡Que si me mojo, encojo! – y diciendo esto, retrocedió espantado al interior de su establecimiento haciéndose repetidas veces la señal de la cruz sobre el pecho como si la lluvia fuera el mismísimo Satanás.

Llegamos calados hasta los huesos a casa, pero sin parar de reír.

-Ya podía llover todos los días … sobre todo a la puerta de su tienda.

Aquél chaparrón intempestivo y furioso de primavera nos había venido como agua de Mayo.

Javier Auserd.

La realidad.

La realidad.

http://www.astromia.com/fotosolar/galeria3.htm


Cinco.
Cuando me saturo de realidad, entro en páginas de astronomía y me pierdo todo lo que puedo por los rincones del Universo conocido.
Pero es difícil sustraerse de la fuerza de la gravedad, de la fuerza de la inmediatez, de la gravedad de las noticias que se suceden vertiginosas e implacables. Es muy difícil. Es como una adicción que, apenas te retiras, vuelve una y otra vez, constantemente, y nos persigue hasta el baño y nos caza incluso allí.
Las imágenes del Universo son atractivas y relajantes y permiten evadirse durante un rato, aunque, al poco, despiertan al filósofo que todos llevamos dentro y, entonces, puede llegar a resultar peor que las noticias de la realidad (o la realidad de las noticias), porque te embarcas en un viaje sin retorno a la génesis del mundo y al destino de la humanidad. Y, claro, terminas más nervioso que un mono, subiéndote por las paredes.
Aún así, si consigues aislarte y te concentras en los colores espectaculares que estallan en todas direcciones recordando figuras mitológicas fabulosas … resulta magnífico, espléndido, desconcertante. Porque, a través de la etérea inmensidad que se vislumbra en esas fotos, se puede intuir la microscópica importancia de lo que representamos (eso sí, suficiente para destruir a este planeta que nos soporta y del que no debemos proceder, pues tanto odiamos).
Y la vida transcurre rápidamente, los días se suceden a una velocidad vertiginosa que nos lleva, parece, al final de cualquier acantilado por el que se desbordará la realidad (al menos la de cada uno de nosotros, según nos vaya tocando) cualquiera de estos días.
¿Qué hay al final de esa caída?, ¿la oscuridad inicial?, ¿esa luz cegadora de la que algunos hablan y que recordaría a los focos del quirófano o del sol que nos alumbra?, ¿el silencio después del apagado de un aparato informático?
Pero, ¿y ese apego absurdo y extraño que nos entra, a última hora, a esta realidad ingrata, dura, cruel, injusta, extravagante?, ¿a qué viene?, ¿a qué se debe? ¿Hay algo que tenga sentido aquí, algo que de sentido a esto?
Ya sé que es absurdo intentar conseguir respuestas (ni una sola respuesta). Ya sé que es inútil perder el tiempo (un tiempo teóricamente valioso) tratando de recibirlas de un ente abstracto o de conseguir interpretaciones coherentes o lo más cercanas a la lógica matemática.
No sé. No sé qué pensar. Sé que tengo que comportarme con normalidad. Que debo tranquilizarme y comportarme con la máxima normalidad, con independencia de lo que realmente piense o sienta o crea intuir. Lo sé.
Lo mejor, quizás, es tomarte las cosas a la ligera evitando, en lo posible, las alteraciones: pasear por el jardín, oír la radio, mirar la tele, entrar a Internet un poquito, tomar las medicinas … hablar con el resto de los pacientes.

 

Javier Auserd.


Este microrelato es el capítulo cinco del folletín titulado: El buen chiflado, iniciado en esta bitácora el 3/11/2.006.

Envuelto para regalo (Epílogo).

Envuelto para regalo (Epílogo).

http://muestrese.com


Epílogo.
(Y colorín, colorado …).


Tras muchos días de pensar y pensar, terminó por abrirse paso en su dura cabezota lo que intuía desde un principio: tenía que volver a hablar con Clara.
No fue nada fácil, porque, indignado, había roto todos los puentes posibles. Tuvo que echar mano de amigos y compañeros comunes, tender redes, insinuar acercamientos, prometer calma, generar confianza, descartar venganzas, recomponer vías, sugerir consensos. Y, aún así, tuvo que aceptar la presencia de un mediador y esperar y esperar y esperar … la respuesta.
Era ya un abril cambiante, pero suave y espléndido, cuando le llegó la cita esperada. Estaba tan nervioso, que no comía, no dormía y, en el trabajo, no paraba de meter la pata hasta el extremo de que estuvo a punto de que le despidieran.
Esa tarde cambió el turno y, para hacer tiempo y desfogar sus nervios, se fue andando por el Paseo del Prado y subió por la Carrera de San Jerónimo hasta desembocar en la Plaza donde está la Cervecería Alemana, en la que habían quedado. No prestaba ninguna atención al tráfico y, por poco cruza más de un semáforo en rojo y casi le parten la cara por no poner atención y tropezarse con varios transeúntes. Con mucho esfuerzo y tratando de concentrarse al máximo para no tener más encontronazos peligrosos, llegó a la puerta de la Cafetería y, desde fuera, miró hacia el interior para ver si veía a Clara o a Jaime, el amigo que se había prestado a moderarles. Estaban los dos en una mesa del fondo. Entró, les saludó sin familiaridades, se sentó, pidió un café y esperó a que se lo trajeran mientras cambiaba unas breves impresiones con Jaime sobre el tiempo que hacía. Clara parecía bien, como siempre, tranquila, tostada (lo mismo había estado en Canarias o en la sierra) y sonreía levemente, mirando a Jaime, como si, después de saludarle, Adrián ya no existiera. 

-Bien – dijo Adrián y carraspeó – estamos aquí … - y se cortó antes de decir “reunidos” – porque … tengo algo que decirte, Clara.
-Soy toda oídos – contestó Clara, reprimiendo una carcajada.
“Mal empezamos”, pensó Adrián, mientras intentaba aparentar control – Ya sé que te dije muchas cosas, todas ellas muy extrañas, aquél día -. Se aclaró la garganta y prosiguió - No voy a minimizar mi … culpa o, mejor, mi responsabilidad por decir lo que dije, pero tengo que decir a mi favor que entendí mal una conversación privada y la apliqué a la situación tan … tan … extraña que estaba … que estábamos viviendo.
-Me han llegado rumores – ironizó Clara – y, francamente, me parecías más inteligente.
-Clara, por favor, no empecemos con “pullitas”.
-Vamos, vamos, Adrián – dijo Jaime -, no te enfades, que no es para tanto.
-Ya veo – comentó Adrián -. Bueno, ya sé que metí la pata en ese sentido. Y … en ese sentido … te pido disculpas.
-¡¿Cómo?! – exclamó Clara, triunfante, como si no hubiera oído bien.
-¡Lo que has oído! – casi gritó Adrián -. ¡Que te pido disculpas!
-¡No me grites, que no soy sorda!
-Tranquilos, tranquilos, calmaos – terció Jaime.
-Yo estoy muy tranquila. No soy yo la que me exalto.
-Vale, vale – sosegó Adrián -. Te pido disculpas, Clara. Confundí una conversación que comentaba un culebrón, una telenovela, con la realidad y te hice unas acusaciones que no … procedían. Pero, sin tratar de justificar mi falta de tacto, tengo que decir que las circunstancias eran … habían sido … lo suficientemente tensas y extrañas y … desquiciantes como para inducirme a aquél error, ¿no crees, Clara? – preguntó Adrián tratando de mirarla a los ojos.
-No sé, Adrián, no sé – dudó por primera vez Clara -. Me hiciste mucho daño aquella … maldita mañana. Me dijiste cosas horribles de las que yo no entendía nada. Estabas congestionado, olías que apestabas a … a choto …
-¡Claro, me había caído a un … charco inmundo, me habíais dado dos mantas cochambrosas! ¡¿Cómo quieres que oliera?! – interrumpió Adrián indignado.
-De acuerdo, de acuerdo y … lo siento. Ya te lo dije aquél mismo día. Siento haberte metido en aquello. Pero es que … me heriste mucho con aquellas frases … tan injustas e inexplicables.
-De acuerdo, Clara – convino Adrián -, pero ¿por qué me llevaste allí de aquella manera?, no lo entiendo. No puedo entender por qué no entramos por la puerta, por qué fuimos de noche, como ladrones y por qué me ocultaste que aquello era una dehesa y que no estaba abandonada, sino en plena actividad y que había gente, ¡mucha gente! … ¿Me lo puedes explicar … o decir …, Clara, por favor?
Clara dudó un momento y, pareció empezar a ser algo más vulnerable y humana – Sí, Adrián. Es verdad que te debo esa explicación, lo reconozco. Lo mismo que tú has reconocido tu confusión y que las frases espantosas que me dijiste aquel día fueron fruto de una confusión y … sí, vale, sí … y de las … circunstancias … Yo también te debo esa explicación. Verás, yo creí que te gustaban las aventuras y como … como escribías, pensé … pensé darte una aventura para que luego la escribieras.
-¡¿Qué?! – interrumpió Adrián - ¿Me estás diciendo que montaste todo aquél … numerito para … darme un argumento para … un relato? ¡Clara, por favor!
-Sí, Adrián, sí. No te lo creas si no quieres pero fue así.
-¿Y lo de las chicas … empleadas de tu tía, también era parte de tu … película?
-No, eso no. No. Por eso me costaba tanto entender lo que me decías. Que te hubiera metido en esa … aventura y estuvieras cabreado, lo entendía, pero del resto de lo que me contabas y acusabas … no entendía nada, Adrián. Alucinaba, ¿no lo comprendes?
-Sí, sí. Es posible. Tiene sentido. Ahora tiene cierto sentido. Bueno pues … No sé qué más queda por decir. Supongo que ya nada tiene arreglo.
-Yo me tengo que ir – comentó Jaime levantándose – Creo que vais a portaros bien en mi ausencia.
-Sí, sí, Jaime … Gracias por … acompañarnos, Jaime, gracias. Nos vemos, ¿vale? Yo también me voy … enseguida. No te preocupes – se levantó también Adrián.
-Bueno – añadió Adrián dirigiéndose a Clara – Yo me voy también, Clara – Se sentía agotado, como si hubiera corrido un maratón.
-Me hiciste mucho daño, Adrián – susurró Clara mirando al gin-tonic – Sí, sí. Vale, vale. No voy a empezar. Ya he reconocido yo también mi error. Pero nunca te había visto así, Adrián, y me dio algo de miedo. Nunca nadie me había hablado así. Ya sé que tu me llamabas caprichosa y consentida, incluso … niñata, pero en broma, Adrián, ¡en broma!
-Está dicho casi todo, Clara. Hay poco que añadir. O mucho … no sé.
-Y ahora, … ¿qué vamos a hacer?
-No sé, Clara, no lo sé. La vida es una mierda.
-La vida es … lo que hacemos los que estamos en ella.
-Siempre tienes que decir la última palabra, ¿verdad?
-Me han maleducado así.

Y, por primera vez en varios meses, sonrieron a un tiempo.


Fin (por fin).

Javier Auserd.

Envuelto para regalo (VIII).

Envuelto para regalo (VIII).

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Ocho.
(… tonto eres si no lo conoces).


Después de dar más vueltas que un tonto, encontró Adrián el despacho. Empujó la puerta, que esta entornada, y entró. Allí estaba Clara, revisando, tan tranquila, unos papeles a la luz de una lámpara de pie, a pesar de que ya estaba amaneciendo.

-Ah, eres tú. ¿Dónde te habías metido? – dijo alegremente.
-¡Pero serás …!
-Sí, de acuerdo. Ya sé que estás cabreado. Lo siento. Tienes razón. Yo te metí en esta aventura. Lo siento. Debí de haber sido más … menos … alocada.
-¡¿Alocada?! ¡Es todo lo que se te ocurre decir para justificar tu … traición?!
-Oye, oye – le contestó Clara sin levantar la vista de los papeles – Ya te he dicho que lo siento, hombre, pero creo que te estás pasando un poco, ¿no te parece? Ya te he dicho que entiendo que estés enfadado conmigo. Eee … furioso. Sí, furioso, esa es la palabra. Vale. Lo entiendo. Pero tampoco te pases, ¿vale?
-¡¿Qué no me pase?! ¡Digo traición sucia y rastrera, trampa maldita y … asquerosa y me quedo muy corto para resumir tanta … ignominia!
-Adrián, no te pases, que … - empezó a decir Clara, levantando los ojos de los papeles.
-¡Escúchame bien, Clara! – comenzó a gritar Adrián, congestionado.
-Adrián, por favor, te pido que no chilles. Sea lo que sea que me tengas que decir, te escucho, pero si me sigues chillando, te echo de mi casa.
-¡¿Será posible?! … Está bien, Clara, intentaré no chillar – dijo Adrián con una rabia sorda y contenida que le revolvía las bilis en el estómago - Pero me vas a escuchar, a cambio, muy, pero que muy … atentamente, mirándome bien a los ojos, ¿de acuerdo?
-De acuerdo, pero siéntate y cálmate, hombre, que te va a dar algo. Tranquilo.
-Mira, Clara, yo te he consentido muchas cosas desde que nos conocimos. No me interrumpas … por favor. En realidad te lo he consentido todo porque te quería. He estado ciego todo este tiempo, pero esta noche se me han abierto los ojos. He sabido de vuestros planes. Sí, sí, vuestros planes para engañar a tus pretendientes con el reclamo de esta finca a la que llamáis en clave “la joya”. Ahora sé que ha habido más incautos a los que se la habéis prometido falsamente para luego burlaros de ellos, como esta noche os habéis burlado de mí. Qué risa, ¿verdad? Sé que lo apuntáis todo en el ordenador. Pero el servicio lo sabe, vuestros empleados lo saben. Yeniffer, sin ir más lejos, lo sabe todo y os ha visto a tu tía y a ti apuntarlo todo. Voy a denunciaros a la policía. Voy a sacarlo a la luz. No sólo por mí, sino porque no hay derecho a lo que habéis hecho con tantos pobres desgraciados que han creído vuestras mentiras. Voy a desenmascararos. Voy a … a …
-Pero Adrián ¿qué me estás contando? ¿Cómo puedes creer esos … infundios? ¿Quién te ha mentido así?, ¿quién te ha … envenenado? Dímelo, por favor – suplicaba Clara con expresión despavorida.
-Ya te he dicho que Yeniffer lo sabe todo. Y no sólo ella, todos vuestros empleados lo saben o están en el ajo.
-¡¿Jennifer?, pero ¿qué Jennifer, ni qué … ocho cuartos?, ¿quién es esa?!
-Pregúntaselo a tus criadas, sirvientas, chicas, o como las llames, que es por las que me acabo de enterar hace un momento de toda esta trama. Y te recuerdo que ahora la que gritas eres tú.
-Es que es todo mentira. Mentira, Adrián. No sé qué es lo que me estás contando. No sé quién es esa Jennifer. Aquí no hay ninguna Jennifer. Aquí no trabaja ninguna Jennifer ni nada … parecido. Claro que tenemos ordenadores, pero busca si quieres. No encontrarás nada de lo que dices. No entiendo si has soñado, si tienes fiebre …
-Si tengo fiebre es por tu culpa.
-De acuerdo, por mi culpa. Pero no sé de qué me estás hablando, Adrián, tienes que creerme. Y, por favor, te suplico que no hagas nada de lo que puedas luego arrepentirte.
-¿Me estás amenazando?
-¡No! Quiero decir … que no hagas nada de lo que puedas luego … avergonzarte cuando veas que no hay nada de esa … maquinación … monstruosa de la que me hablas y que no sé si la has soñado o crees haberla oído o … o … - Clara comenzó a sollozar, pero se contuvo - Adrián, aunque no me creas, yo te juro por lo más sagrado …
-¡El colmo! ¡Eso es el colmo, una católica convencida, como tú, jurando en falso! Dile a alguien que me acerque al coche, por favor, no aguanto aquí ni un minuto más. Por favor.
-Está bien, Adrián. Si lo quieres así, así será … pero yo te … te aseguro que sigo sin entender nada de toda esa sarta de … barbaridades que me acabas de contar. Espero que te calmes y reflexiones … con el tiempo. Sólo puedo repetirte que siento mucho haberte metido en esto. Lo siento, de verdad …
-Vale, vale. Ya te he oído. Ahora, me gustaría irme, por favor. Ya te mandaré estos … estas ropas. Adiós.

Pasaban los días y, a ratos, Adrián se arrepentía de no haberlas denunciado aún, ni de haber organizado el debido escándalo, a pesar de tener los medios a su alcance. Pero algo, una extraña fuerza o sentimiento o … intuición, se lo impedía cada vez que estaba a punto de hacerlo. Además, el hecho de que Clara fuera compañera de profesión removía un sentimiento corporativo aunque, por el contrario, ni siquiera eso hubiera influido en ella para evitar la felonía. No dudaba de lo que había oído aquella noche, sin ser visto, en la cocina de la mansión, junto al fuego. Todo encajaba. Todo estaba muy claro. Demasiado, por desgracia. Pero todas esas circunstancias (y quizás también los buenos viejos momentos pasados, se decía a sí mismo) le frenaban a la hora de descargar su ira y su orgullo herido denunciándolas. Se concentraba al máximo en el trabajo, como una especie de terapia, y trataba de olvidar lo ocurrido a medida que transcurría el tiempo y comenzaba a surtir sus efectos cicatrizantes.
Una tarde que no fue a la redacción porque volvía a tener un fuerte catarro, con mucha tos y algo de fiebre, se tendió en el sofá del apartamento, después de comer algo, y puso la tele con desgana. Nunca veía la televisión a aquellas horas y cambiaba caprichosamente de canal una y otra vez.
De golpe, sin saber el motivo, quedó atrapado en uno de ellos por frases sueltas de lo que parecía un culebrón sudamericano en toda regla, aunque no había llegado a tiempo de ver el título. En él, una joven discutía con su galán con el típico acento, probablemente colombiano, venezolano o mexicano:

Ella: … je que no, Alejandro José, que no, que es todo una vil mentira.
Él: No, Jennifer Adelaida, no. Lo sé de buena tinta. Al fin recién me enteré y no estoy dispuesto a ser el hazmerreír de toda la hasienda. Sé que quien lavó el honor de tu tatarabuelo fue tu tía tatarabuela Ángela de la Crus de los Santos Apóstoles matando al villano que mansilló a tu tía tatarabuela Isabel Eugenia del Santísimo Sacramento.
Jennifer Adelaida (demudada): Pero Alejandro José, ¿cómo has podido averiguarlo, es el secreto mejor guardado de la estansia? Por ese secreto han muerto muchos de mis pretendientes.
Alejandro José: Te digo que lo sé y lo sé y lo sé. Es una trampa que habéis urdido entre tu tía y tú y está todo en esa computadora del despacho de tu tío. Era todo un montaje, Jennifer, un montaje. Y todos hemos sido unos tontos. Todos tus pretendientes anteriores, los que han muerto y los que no. Los que huyeron despavoridos del miedo. Todos unos tontos, embaucados por la promesa de la joya. ¡Maldita joya! ¡Maldita estansia! ¡Y maldita sea tu bellesa! ¡Pero yo te pego un tiro ahurita mismo y luego me quito la vida!

Adrián no pudo seguir viendo más. Ahora ya no sabía qué pensar. Tenía que ser pura casualidad, por supuesto, aunque él no creyera en casualidades. Pero aquello tenía que serlo. No cabía otra explicación … ¿O sí? Ya volvía a estar hecho un lío.
Consultó en una revista de programación televisiva el título del culebrón y, después de mucho mirar, lo descubrió. La telenovela se llamaba “La joya sabrosa”. ¡Increíble! ¡No podía ser! ¡Era una casualidad añadida! Pero, ¿y si las empleadas de la tía de Clara hubieran estado hablando de esa telenovela aquella noche? No, no. No podía ser. No. Era demasiado fácil. Pero, ¿y si …?

(Terminará ...)

Javier Auserd.

Envuelto para regalo (VII).

Envuelto para regalo (VII).

Paul Cezanne. 

Siete.

(Secreto a voces …).


Ya que estaban allí, tanteó Adrián, muy discretamente, por el motivo de su visita, pero una mirada asesina de Clara, como si él tuviera la culpa del numerito, le disuadió de profundizar en el intento.
Con todo aquello, una idea molesta comenzó a abrirse paso en la mente de Adrián: una cosa era que fuera la leche hacer el amor con Clara y otra cosa era el cariz que estaban tomando los acontecimientos. Se arrebujó cuanto pudo en las dos mantas prestadas, que, por cierto, olían a choto que apestaban, y procuró hacerse invisible en el rincón más oscuro de la cocina pero junto al fuego. No tardó en quedarse adormilado a pesar de que el trajín del personal de la casa continuaba en pleno apogeo. Por eso, le despertó el repentino silencio que, de pronto, se hizo en la enorme habitación. Estuvo así un momento, saboreando la tenue oscuridad y la calma, cuando llegaron dos mujeres, se sentaron en la mesa grande con dos tazas, miraron alrededor y siguieron cuchicheando. El crepitar de los troncos en la chimenea, le dificultaba para oírlas bien, pero, poco a poco, fueron subiendo levemente el tono, confiadas, y pudo Adrián captar algo:

-… tra noche ya les oí decir que tenían que estar listos, pero no podía imaginar que iba a ser eso.
-A él no se le ve malo, pero sí tonto. Porque no me digas qu’ay que ser tonto pa caer en la trampa.
-¿Pero es que no ha visto que era un montaje?
-Sa’ creído más listo que los otros y no ha visto el juego.
-Y tanto que el juego. Tú lo has dicho. Pero ¿quién no sabe en veinte leguas a la redonda el timo de “te doy la joya si me descubres América … que ya está descubierta”. A ver.
-A mí estas cosas me cabrean mucho, ni que ni me van ni me vienen. Pero es que son tos mu tontos.
-Yo creo que los atonta ella. Como es tan guapa …
-¿Y pa´qué querrán to eso?
-Vete a saber. Igual es para una encuesta o algo así. No sé qué dijo ayer la Yeniffer de que apuntaban cosas en el aparato ese.
-El ordenanza.
-Ordenante … No: ordenador.
-Eso.
-A mí también me dan pena. ¡Pobricos!
-Schh, calla. A ver si se t’escucha.
-No, boba. Se han vuelto a dormir y la niña se ha metido al despacho.

Se levantaron, fregaron las tazas y salieron de la cocina, pero, entretanto, le dio tiempo a Adrián a distinguir unas frases sueltas:

-Hay que ser tonto, pero tonto, tonto, mu tonto, pa no saber qu’aquel señoritingo se lo cargó su hermana qu’estaba enamorá de la moza.
-Si es que ahora se creen que todo lo han inventado ellos. Que te lo digo yo, Rafaela, que hay jovenatos que van de listos y son muy tontos.
-Pero tontos, ¿eh?, mu tontos, mu ton …

Hay muchas palabras para describir la decepción pintada en el rostro de Adrián tras descubrir, involuntariamente, el pastel, pero no merece la pena extenderse ni abundar en ello. Si acaso, destacar que, en ese momento, todo él movía a la conmiseración de la que siempre había tratado de huir despavorido por dura y catastrófica que fuera la situación, como cuando le desvalijaron el plumier el primer día de clase.
Un tropel incontrolable de sensaciones y sentimientos, pasaron desbocados atropelladamente por su cabeza, al borde del abismo, mientras un calor, sofocante e insoportable le invadía la cara: la venganza más refinada y dolorosa, la más burda y brutal, el suicidio, el escándalo en los medios de comunicación, la denuncia ante la policía, prender fuego a la casa con todos dentro, la huida cómoda y cobarde, la masacre colectiva (no sabía aún cómo ni con qué) … Pero sobre todas las barbaridades que se le ocurrían, había una que se iba abriendo camino a pasos agigantados en medio de su desesperada demencia: estrangular a Clara con sus propias manos.
Estuvo así un buen rato, perdida la noción del tiempo, cuando, la peste procedente de las mantas, consiguió sacarle del estado catatónico en el que se encontraba. Tenía que tomar una decisión, la que fuera (aparte de desprenderse de aquella pestilencia, desde luego). Arrojó las mantas a un rincón y salió por una de las puertas de la cocina a un patio muy grande donde la fría brisa del amanecer comenzó a refrescarle algo la congestión y a templar sus ánimos. Iría a hablar con Clara. Sí. Eso sería lo primero. Y le diría todo lo que pensaba de ella, de su tía y de su maldito jueguecito macabro y canalla. Eso es. Eso es lo que iba a hacer: localizar ese despacho o biblioteca o lo que fuera, donde estaba ese ordenador donde apuntaban todo y le iba a decir cuatro cosas a esa maldita traidora que le había embaucado con malas artes y se iba a enterar de quién era él, aunque fuera lo último que hiciera en su vida. Mas, de golpe, se le ocurrió la idea contraria: seguirle a Clara la corriente como si nada hubiera pasado, como si él fuera mucho más tonto aún de lo que habían supuesto su tía y ella y, cuando la cosa estuviera cerca del final, ¡zas!, descubrir su juego y ganarlas por la mano. Pero no, no. ¿A quién pretendía engañar? Él no era así, aunque tampoco era un cobarde. De modo que sólo le quedaba enfrentarse a la situación a lo bestia. Se acabó. Alea jacta est. Pensó para sus adentros para infundirse algo de valor del que, con tanto pantano, agua, barro, frío, lluvia, encinas, perros, ladridos, mugidos, caballos, relinchos, gritos de capataces, bulla de jornaleros y chismorreos de lugareñas, andaba tan mermado últimamente.

 

Le habría gustado ser el más listo del Universo. El más astuto, el más hábil, el más zorro, el más taimado. O, al menos, tener buena suerte para todo. Eso sería lo más cómodo y, aunque le atraía más lo primero, nunca sobra tener una suerte impresionante que haga que, hagas lo que hagas, te salga bien.
Primero fueron los reyes magos, el ratoncito Pérez, la cigüeña, Paris, la semillita, la palabra de las chicas, la infalibilidad paterna, el complejo de Edipo, la Iglesia, la lealtad de los amigos, el misterio de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo en forma de paloma, las novias para toda la vida, la fe ciega, el dogma del marxismo leninismo redentor, la bendita emancipación laboral, el primer cochecito de segunda mano impecable, más amigos incondicionales … Y cuando te crees que ya te ha pasado casi de todo y estás vacunado, ¡tachín! … llega un ángel en forma de jovencita que te reconcilia eternamente con la humanidad … durante unos meses para machacarte luego contra el fango.
Todo cuesta, todo tiene un precio, todo se paga, todo pasa factura: lo que te sale bien y lo que haces mal, aciertos que te vienen del cielo y fallos que te vas labrando tú solito, regalos y sinsabores, traiciones y trampas, disgustos, alegrías, sonrisas y lágrimas (como aquella peli ñoña), viento y calma, tormenta y esperanza, virtudes y defectos, amargo y dulce, blanco o negro, el bien y el mal, que si esto, que si lo otro y (a veces) que si lo de más allá. Y pum pum, y pum pum, y pum pam.
Sí. Ser el más listo del Universo habría estado bien. Saber de antemano, anticiparse al golpe, maliciarte la emboscada, prevenir lo que se te viene encima, calcular las posibilidades, ejecutar con mano firme lo más conveniente y acertado … ¡y acertar, acertar siempre, no fallar nunca!
¿Cómo se hace eso, cómo se consigue? En los folletines, en los seriales radiofónicos, en los tebeos, en las novelas de aventuras, en los libros de Formación del Espíritu Nacional, en las películas, en las teleseries, en los culebrones, en los DeuVeDés … todo le sale bien al héroe. ¡No me digas que también es mentira! ¡No, no! ¡Eso no! ¡No podría soportarlo! … Y, sin embargo, me temo que es así: que también es mentira. Que los héroes también son de mentira. ¡Malditas mentiras! Aunque no sé qué es peor, en realidad, si las mentiras o la cruda, terrible, cruel, inhumana, durísima verdad.

(Continuará ...)

Javier Auserd.

Envuelto para regalo (VI).

Envuelto para regalo (VI).

http://www.ferhiga.com/progre/notas/notas-pfloyd-ummagumma.htm

Ummagumma. Pink Floyd.


Seis.

(“Careful with That Axe, Eugene”. Pink Floyd).

(Cuidado con ese espejismo, Adrián).


-¿Por qué tenemos que ir precisamente de noche, mona?
-Para que no nos vean, “mono”.
-Te lo pregunto en serio, Clara.
-Y yo te lo contesto en serio, “claro”. ¿O prefieres que mi tía te “descalifique” por utilizar “información privilegiada”?
-Bueno, bueno. No será para tanto. ¿Tú crees que en ese diario está la resolución del misterio?
-¿Quién sabe? Pero … si no te interesa …
-Sí, sí, sí, sí. Bonita. Que sí. Es sólo que no quiero hacerme ilusiones.
-Ah, majete. El que no se moja el culo … no consigue peces.
-Peces te daba yo a ti … sinvergüenza, mal hablada.

Como es de sobra conocido, unas piernas no son garantía de sensatez, pero arrastran lo suyo. De modo que Adrián se tuvo que meter en la boca del lobo para,  paradójicamente, encontrar algo de luz.

Fue una noche oscura, sin luna, de mediados de diciembre cuando llegaron a la puerta de la verja que daba al camino de acceso a la finca y que, como era de esperar, estaba cerrada.

-¿Tienes la llave? – preguntó Adrián a Clara.
-No –contestó Clara con tranquilidad – Pero conozco un atajo. Deja el coche ahí bajo ese árbol y saltamos la valla.
-¡Estás loca! ¡A ver si va a haber perros sueltos!
-¿Lo dices por ese cartel? ¡Tonterías! Es para asustar. No hay perros.
-¡Ay, madre! ¿Por qué me metería yo en estos berenjenales?

Bajaron del coche, que quedaba casi oculto desde la carretera, y treparon la valla pegados a la herrumbrosa y sucia puerta de hierro, ayudándose con sus barrotes y algunas piedras que sobresalían. Hacía frío y había caído una ligera nevada que dificultaba la operación. Clara saltó sin problemas, pero Adrián se enganchó en una de la puntas de la verja y se desgarró la cazadora, cayendo de lado y haciéndose daño en una rodilla al aterrizar.

-Pero mira que eres torpe – le dijo Clara en voz baja.
-¡Encima! ¡Maldita sea!
-¡Schhh, calla! ¿Quieres que nos oigan?
-¿Quiénes? ¿No decías que no había nadie? ¿Quién nos va a oír?
-Nunca se sabe – dijo Clara entre enigmática y divertida.
-Bueno … Te digo yo … - refunfuñó Adrián mientras se sacudía la cazadora y los pantalones lo mejor que podía, como si fueran a un baile.

Comenzaron a andar y avanzaron pegados a la valla alejándose del camino que transcurría en línea recta hacia la mansión que aún no se veía desde allí. A pesar de ser finales de otoño, el campo estaba lleno de ruidos nocturnos sin identificar que preocupaban a Adrián, aunque no decía nada para que no se burlara Clara de él. La valla les daba protección, orientación y cierta seguridad, pero llegados a un punto susurró Clara que era mejor empezar a dirigirse a la mansión campo a través.
Al principio todo iba bien excepto por una suave brisa helada que se levantó procedente de la sierra cercana. Caminaban al abrigo de las encinas hasta que llegaron a un claro ante el que Clara titubeó un momento.

-No sé. Esto no me suena. O nos hemos pasado o no hemos llegado al punto.
-¿Pero qué punto, si hemos torcido donde tú has dicho?
-¡Schh, calla! Deja que me concentre, hombre, no seas pesado. Sí, es por aquí, sólo hay que atravesar este descampado y desembocamos. Pasa tú primero.
-Pero ¿por qué yo?
-¿Tienes miedo?
-¿Miedo yo? Ahora verás – y diciéndolo echó a andar sin mirar siquiera por dónde pisaba, aunque poco habría visto de todos modos en una noche tan oscura.

Llevaba andados unos pasos cuando sintió que la tierra desaparecía bajo sus pies y cayó dando un grito ahogado por un chapoteo sospechoso.

-¡Ahhh, ¿qué es esto?, buff, buff, buff ¡Me he caído al agua!
-Calla, hombre, no armes tanto escándalo. Será algún trampal. El río está más lejos – le recriminaba Clara – Levántate. Seguro que no cubre. ¿Estás de pie? No veo nada.

Después de un tenso e interminable silencio se oyó la voz de Adrián balbucear, tiritando de frío:

-Sí, sí. Hago pie, hago pie. Me he levantado, pero estoy rodeado de agua, ¿no oyes? – y pisó fuerte para que Clara oyera el chapoteo que hacía – Vete hacia atrás. No entres en el trampal o río o laguna o lo que sea esto. ¡Maldita sea! ¡Encima no veo nada!
-Espera, espera. No te muevas. A ver si puedo encender un mechero.
-Date prisa, ¡jobar!, que noto cosas en los pies.
-Espera, espera. No te muevas. Serán yerbas. No te asustes.
-Si no me asusto, ¡hostias!, pero es que tengo mucho frío.
-Ven hacia aquí. Hacia aquí – dijo Clara mientras encendía un mechero – Y no digas tacos, hombre.
-Claro, claro. La señorita es muy fina. ¡Cómo se nota que no eres tú la que estás aquí en medio de este pantano … cenagoso!
-Calla, hombre, que te van a oír. ¿Ves la luz?
-¿Pero quién me va a oír, ¡cojones!? Sí la veo.
-Pues ¿quién va a ser?: los guardeses.
-¡Pero, ¿por qué no me has dicho que había guardeses?! ¡Y, sobre todo, ¿por qué no hemos llamado y entrado por la puerta, como todo el mundo?!
-Ay, cállate ya, hombre, y ven aquí, que eres un pesado.
-¡Encima soy yo el pesado! ¡Mira cómo me he puesto!
-Si no veo nada. Y baja la voz. Tendremos que rodear.
¡¿Más rodeos?! No, gracias. Yo me vuelvo a casita, que llueve, y me he puesto tibio.

En éstas estaban, cuando, además de empezar a caer una lluvia fina y fría, se oyeron ruidos a lo lejos, pero acercándose.

-¿Qué es eso?
-¿El qué?
-¡Pero, pero … si son perros que se acercan! … ¡Y toros!
-Pues claro – dijo Clara – Es una dehesa.
-¡¿Qué?! ¡Tu estás loca, tu estás como una cabra!

Retrocedieron hacia las encinas y, a toda prisa, se subieron a una. También se oían, cada vez más cerca, relinchos de caballos y voces humanas.
Primero llegaron los perros que aumentaron sus ladridos alrededor del árbol. Luego, varios hombres a caballo, se pararon al pie de la encina. Adrián tiritaba de arriba a bajo al tiempo que estornudaba y encubría su miedo y su cabreo con el trancazo que se había pillado.

-¡Bajaros d’ahí, rateros, que os vamos a dar una buena! ¡A quién se l’ocurre venir a tentar con este tiempo!
-Ramón, soy yo, Clara, la sobrina de doña Victoria.
-¡¿Cómo dices, rufián?! ¡No oigo nada con los perros!
-Jefe, parece la voz de una chica – dijo uno de los hombres a quien dirigía la partida.
-¡Bueno! ¡No me extraña! ¡He oído que ahora vienen tías con ellos! ¡Es igual! ¡Baja que te vamos a dar pa’ ir tirando!
-¡Ramón! ¡Que soy yo, Clara!
-¡¿Cómo?! No oigo nada, ¡coño! ¡Que se callen esos perros, ¡coño!, que no me entero!
-¡Ramón, cojones, que soy Clara!
-¡¿Claro?!, ¡¿qué claro, ni qué oscuro si no se ve ni torta?!
-Dice que se llama Clara, don Ramón.
-¡¿Clara?¡, ¡¿quién es Clara?! ¡Ah, Clara! Sí ¡¿La’béis “secuestrao”, cabrones?! ¡¿Dónde está?! ¡Dime dónde la tenéis, qu’os mato aquí mismo, ¿eh?!
-¡Ramón, joder! ¡Que soy yo, Clara!, ¡Que Clara soy yo, cojones!
-¡¿Qué tú eres Clara?! (No se ve na’) ¡¿Qué usted es Clara?! ¡¿La señorita Clara?!
-¡Que sí, Ramón, que soy yo, hombre, bájanos de aquí y te lo cuento!
-¡Paco, coño!, ¡Baja del caballo y ayúdalos a bajar! ¡Pero “cuidao”, “qu’osestoy” apuntando con una escopeta y como sea una trampa, os descerrajo, ¿eh?!
-¡Que no, Ramón, que soy Clara, hombre, no seas burro!
-¡¿Y quién viene conti … con “usté”?!
-Mi novio.
-¡¿Su quéee?!
-¡Mi novio, cojones!
-¡¿Su novio?! Jodía mocosa.
-¡Sí, Ramón, hombre, deja ya de pegar esos gritos! ¡Y dame dos mantas, que luego te cuento!

Le pusieron las dos mantas a Adrián por encima y le auparon a la grupa de un  caballo, detrás de uno de los jinetes. Tuvo que sujetarse bien a él, mientras estornudaba, porque en la arrancada por poco va al suelo. Después de un buen rato de traqueteo infernal llegaron al caserón que era más grande y menos destartalado de lo que Adrián había creído.
Les descabalgaron toscamente y les llevaron a la cocina. Avivaron el fuego y varias criadas, alertadas por el jaleo, saludaron a Clara y prepararon café y tostadas mientras miraban de reojo a Adrián y cuchicheaban por lo bajo.
Trajeron ropas secas para Adrián que se secó y se cambió en un baño y volvió a la enorme cocina al pie de la lumbre a seguir tiritando y a tomarse el café con tostadas. Clara, dueña de la situación, en un aparte hablaba entre susurros con Ramón, el capataz de la dehesa de su tía.
Adrián aún no lo sabía, pero con cada nuevo tiritón frente a la chimenea, su amor por Clara se empezaba a resquebrajar.

Down, down. Down, down. The star is screaming.
Beneath the lies. Lie, lie. Tschay, tschay, tschay.
Careful, careful, careful with that axe, Eugene.
The stars are screaming loud.
Tsch.
Tsch.
Tsch.

(Continuará ...)

Javier Auserd.

Envuelto para regalo (V).

Envuelto para regalo (V).

House Sherlock Holmes


Cinco.

(Querida Sherlock Holmes).


Años después, mientras trataba de descifrar los documentos de la familia de Clara, recordaría Adrián aquella tarde en la clínica con una leve sonrisa de nostalgia en los labios y la pluma que le regaló la muchacha entre los dedos. Pero debía concentrarse en su trabajo, de modo que, dejando a un lado los recuerdos, siguió intentando montar el rompecabezas que tenía delante de sus narices … sin que, de momento, consiguiera avanzar apenas nada.
Lo primero que había descubierto era que los antiguos tenían una ortografía pésima bajo una caligrafía preciosista en la que apenas se entendía nada. Lo segundo era que los papeles aguantaban fatal el paso del tiempo y la acción de la humedad y de los invertebrados. Lo tercero fue constatar, después de ojear muy por encima el contenido de aquél mamotreto, que no entendía ni jota. Y, por último, cayó en la cuenta de que todos los papelotes estaban cronológicamente descolocados, lo que significaba que habían sido revueltos a propósito o leídos por mucha gente a lo largo de los años o que se habían precipitado al vacío desde una estantería y fueron recogidos a boleo, porque su simple acumulación por orden de caída, habría traído como consecuencia un resultado bastante aceptable.
De modo que empezó haciendo dos montones y luego clasificó por su fecha a los que contenían tal detalle dejando para más adelante la labor de intercalar los que carecían del mismo en función de su contenido. Esto le llevó media semana. Entonces, entre estornudos de alergia, inició la lectura pormenorizada de cada uno de ellos anotando en un cuaderno de anillas lo que le iba llamando la atención: nombres de personas, referencias y alusiones, nombres de fincas, vicisitudes familiares …
No consiguió gran cosa salvo dolores de cabeza, congestiones nasales, picor de ojos y conjuntivitis. Se le ocurrió preguntar a Clara por lo que ella conocía de la historia de su familia y lo apuntó todo, pero no parecía mucho. Entonces, le preguntó si sabía de alguien aún vivo que supiera algo que arrojara algo de luz sobre aquellas tinieblas. Ella se puso a cavilar y a cavilar, adoptando caras raras e interesantes mientras paseaba entorno a Adrián y, al cabo de un buen rato, dijo en tono misterioso:

-Hay alguien … pero no está vivo.
-Entonces no nos sirve.
-Sí. Sí que nos sirve.
-¿Y eso?
-Porque es un libro.
-¿Un libro?
-Un diario, para ser exactos.
-¿¡!?
-El diario de Holmes. Sherlock Holmes.
-¡Me estás vacilando! ¡Te burlas de mí!
-No, querido grumetillo. Si me dejaras terminar, o más bien empezar, la historia, podrías enterarte de lo que quiero decir.
-Vale.
-Pues bien – carraspeó divertida – Érase una vez … el aya de mi tía …
-¿Tu tía Victoria, la condesa?
-¿Me vas a dejar seguir o me vas a seguir interrumpiendo?
-Disculpa. Sigue … por favor.
-Eso está mejor. Como te decía … Érase una vez el aya de mi tía a quien yo llamaba … Sherlock Holmes. Sherlock era, cuando yo la conocí, una abuelita maravillosa, que mandaba más que mi tía, que dirigía ella solita todo el tinglado y que se pegaba unos lingotazos de Anís del Mono que temblaba el misterio, pero que la mantenían, por alguna razón desconocida y, sin duda, reprobable, con una lucidez a prueba de bombas. De pequeña, me contaba unos cuentos inventados, basados en un refrito de todos los clásicos juveniles, con su voz de trueno (y de agua ardiente), que me mantenían tiritando hasta media noche. Allí aprendí que había un tesoro en una isla a la que unos aventureros llegaron en globo y otros en submarino, después de dar la vuelta al mundo y viajar al centro de la tierra; uno de ellos era detective y descubría a Tintín y al monstruo del Lago Ness; también iban al castillo de un vampiro, se refugiaban en un bosque robando a los ricos para dárselo a los pobres, destronaban a un rey malo, despertaban a una princesa, bailaban con ella y se comían a tres cerditos amigos de la abuela de un lobo. O algo así. Luego, con un guiño, me ponía unas gotas de colonia en la frente y, dejando la lámpara de la mesita encendida, como al descuido, entornaba la puerta de mi habitación y se iba a la suya a roncar. Le puse Sherlock Holmes porque también fumaba en pipa. Sherlock, tenía un diario donde iba anotando, desde niña, todos y cada uno de los acontecimientos de la familia. Y yo sé dónde está. Punto.
-¿Y?
-¿Cómo que … “¿Y?”?
-¿Que qué quieres a cambio?
-¡Ay, grumetillo, grumetillo! Veo que espabilas rápido. Aunque … eres inteligente, pero … aún no eres listo … Porque la pregunta no es “qué quiero a cambio”, sino “qué estás dispuesto a hacer”.
-¿Por?
-Porque hay que ir de noche al desván de tu futura mansión a por el diario del aya de mi tía: el diario de Sherlock Holmes, guapito.
-¿Y por qué de noche?

(Continuará ...)

Javier Auserd.

Envuelto para regalo (IV).

Envuelto para regalo (IV).

http://www.desarrolloweb.com/articulos/1509.php

Cuatro.
(Contraste de pareceres).


-Hola – dijo Clara, sonriendo.
-Hola – respondió Adrián, tratando de aparentar normalidad y adoptando un tono mundano - ¿Cómo tú por aquí, se te ha roto el coche?
-Pues, ya ves. No, no tengo el coche estropeado. Es que me apetecía venir dando un paseo con el día tan maravilloso que hace.
-Ah, … Sí, sí, hace un día muy bueno, muy bueno … Eee … Las tardes ya son más largas y da gusto pasear. Mm … aunque a mí me gusta más … quiero decir, me gusta más el … el otoño.
-¡¿El otoño?! – exclamó Clara, repentinamente seria - ¿Estás loco? ¿Cómo te puede gustar el otoño?
-Pues … sí. Me gusta el otoño.
- ¿La lluvia, el frío, el viento, la oscuridad? ¡Qué tristeza! -  casi gritó Clara, desdeñosa – ¡Pues a mí me gusta la vida!
- A mí también me gusta la vida … No veo qué tiene que ver … - balbuceó Adrián.
-¿Qué no tiene que ver? ¿Gustándote el otoño, te gusta la vida? ¡El otoño! ¡Esa estación tan asquerosa y decadente! ¡Pues vaya! ¡Te creí un tipo más interesante!
- ¿Un tipo? ¿Qué me creíste un tipo? Mira, niña, ¿sabes lo que te digo?: que te quedes con tu estúpida y … cursi primavera y … sobre todo … quédate con tus “tipos interesantes” y … sobre todo … déjame en paz, ¿quieres?
-¿Será posible? – respondió Clara – Claro que me está bien empleado por rebajarme a hablar con semejante … mamarracho. Un borde de mierda al que sólo le gusta el otoño porque es un imbécil incapaz de apreciar la alegría de vivir. ¡No me extraña que te guste el otoño, eres un muermo! ¡No sé cómo he podido siquiera mirarte a la cara. ¡Ahí te quedas, idiota! – y, dicho esto, pasó por encima de Adrián, como un ciclón, sin darle apenas tiempo para apartarse, yendo hacia la salida, dejando al muchacho más corrido que una mona, con todo el autobús pendiente de él, mirándole entre risas y burlas como si fuera un bicho raro.

Pasaron por encima de Adrián las piernas de Clara, aquellas perfectas esculturas de carne y hueso, ni gordas ni flacas, en su punto exacto de finura y estilo, en su punto exacto de esplendor. Terminaba así el primer encuentro entre Clara y Adrián. Un encuentro que podría denominarse mejor como encontronazo. Pero en el ánimo de Adrián, pesaba más el recuerdo de aquellas piernas halladas y perdidas en la radiante tarde de primavera, que la humillación inmerecida e injusta a que se había visto sometido. Aunque, claro está, no pensaba arrastrarse tras ella como si fuera un perrito faldero, ¡hasta ahí podíamos llegar! No lo había hecho nunca con nadie y no lo iba a empezar a hacer ahora por muy bonitas que tuviera las piernas, el cuerpo y la cara esa maldita niñata de las narices.

Como es lógico, estaban decididos a no volverse a mirar a los ojos en lo poco que quedaba de curso. Es más, estaban decididos a no volverse a ver en todo lo que les quedara de vida. Se esquivaron con imaginación y con locura, poniendo exquisito empeño y cuidado en ello. Pero fue inútil, porque ninguno de los dos imaginaba las consecuencias del escándalo que acababan de desencadenar. Pronto se convirtieron en la comidilla de la clase, en el centro de todos los comentarios, porque varios compañeros habían presenciado el incidente del autobús y, llevados de un aire festivo y jaranero, los unos apoyaban mayoritariamente a Clara y las chicas a Adrián, de manera que se formaron dos bloques antagonistas e irreconciliables: las partidarias del otoño con su romántica carga de ensoñadora nostalgia y los amantes de la explosiva y vitalista primavera, que era tanto como declararse simpatizantes de la chica y pretendientes a su sonrisa y quién sabía si a algo más, andando el tiempo. Se crearon, incluso, comités de acción, como en las mejores épocas de la lucha universitaria, que editaron panfletos y manifiestos, elaboraron encuestas y extendieron la polémica al resto de los cursos y Facultades.
Las chicas eran las más lanzadas y activas y fueron las primeras en poner en marcha la lúdica movida. Hicieron pintadas y colgaron pancartas en las que se podía leer: “Viva el otoño” o “La primavera es un invento del capital para jodernos con exámenes” o “En primavera te cagan los pardillos” o “El otoño al poder” o “La primavera y los grajos, que se vayan al carajo”. Y llegaron a promover un conato de manifestación compuesta por una treintena de exaltadas veinteañeras que bajaron con una sábana desplegada, gritando consignas a favor de las virtudes del plácido otoño, sin alergias ni suspensos, desde Moncloa al Arco del Triunfo, donde fueron interceptadas y disuelta por la dotación de una furgoneta de atónitos policías que no sabían bien si se trataba del rodaje de una película, entre los pitidos de los sorprendidos y enfadados automovilistas y los comentarios de los transeúntes que presenciaban la escena.

-¡Qué barbaridad! ¡A dónde estamos llegando!
-Estos grandes almacenes ya no saben qué inventar para anunciarse.
-¡Habría que poner coto a estos desmanes!
-¡Pero, hombre, seguro que es un anuncio de la tele!
-¡La culpa es del gobierno, que tolera estas alteraciones del orden público!
-¡Si es que la juventud está desquiciada con tanta droga y tanta delincuencia!
-¡Pero, señora, si no hubiera tanto paro no ocurrirían estas cosas!
-¡La culpa es de la banca y de la patronal! ¡Que inviertan los beneficios en puestos de trabajo y dejen de forrarse ellos, verás cómo no ocurre esto!
-¡Si es que no sé a dónde vamos a parar con tanta libertad como hay hoy en día!
-¡Pero ¿qué libertad ni qué niño muerto, señor mío?! ¡Lo que pasa es que es usted un facha de mierda, hombre!
-¡¿Yo un facha, yo un facha?! … ¡Y tú un rojo, más que rojo, comunista, bolchevique! ¡Si el Caudillo viviera todavía, a buenas horas ibas tú a estar vivo! ¡Ni tú, ni toda esa gentuza de alborotadores marxistas! ¡Ni tú, ni esta mierda de gobierno socialista! ¡Rojos al paredón! ¡Arriba España!
-¡Es una vergüenza! ¡Con Franco no pasaba nada de esto! ¡Es una vergüenza!

No concluyeron aquí los incidentes. Se plantearon asambleas, ante las perplejas barbas de penenes y adjuntos que no sabían bien si iban a asistir a un pase de modelos, a alguna inusitada conferencia de corte postmoderno o a una “performance”. Y ocurrió que, en el calor de la discusión, se produjeron graves altercados, se dijeron cosas fuertes, hubo insultos, amenazas, ataques personales y estuvieron a punto de agredir a Clara. Pero lo peor fue que, a la salida del combate de boxeo, un comando primaveral de los “camisas claras”, como llamaba Adrián a los partidarios de la muchacha, le propinaron una paliza que estuvo a punto de tener consecuencias más graves. Todos estos hechos y la inminencia de los exámenes finales, cortaron de raíz lo que había empezado siendo una estúpida y trivial discusión de autobús y terminó como el rosario de la aurora.

En su habitación de la clínica, Adrián, vendado y dolorido, se preguntaba cómo era posible que las cosas hubieran degenerado hasta tales extremos. Cómo era posible que la insensatez humana pudiera desembocar en situaciones límite tan absurdas y denigrantes como aquella y, sobre todo, cómo era posible que le tocara siempre a él pagar el pato y haber estado a punto, como decía Adrián con trágica convicción, de irse al otro barrio. No cabía la menor duda, visto lo visto, de que los dioses le tenían manía.
Ensimismado en estas y otras reflexiones parecidas, no oyó que tocaron en la puerta y entraron. Era su amigo Javier, que venía a verle.

-Hola, chaval, ¿cómo va eso? Tienes mejor cara, ¿eh?
-¿Tú crees? Pues sigo hecho una mierda.
-Vamos, hombre, anímate. No te dejes hundir en la miseria.
-Es que no paro de darle vueltas al asunto. Estoy deprimido y creo que lo mejor sería liar el petate y salir de una santa vez de esta maldita vida que no deja de putearme.
-Tienes que dejar de pensar eso, Adrián. Cuando te obsesionas te pones trágico y cuando te pones trágico no sabes qué hacer con tu vida. Déjate sorprender por tu vida.
-Tú vas para cura, tron. Hablas de mi vida como si fuera el vigilante que me han asignado los dioses.
-Llámalo como quieras, pero no te obsesiones.
-Entonces, ¿qué sugieres?
-Pues eso: que vivas. Déjate llevar. No intentes cambiar las cosas que no puedes cambiar. Limítate a vivir sin preocuparte de lo que te gustaría o no te gustaría hacer o conseguir en cada momento. Porque si te obsesionas en eso, te escindes, te dispersas y no haces nada positivo y te hundes y te da por pensar cosas raras.
-Ya, ya. Eso está muy bien, pero ¿cómo hago para no obsesionarme?, ¿eh?, ¿me lo quieres decir? ¿Cómo tengo que hacer para no obsesionarme? Eso es lo que más me desquicia, que no sé lo que hacer para dejar de obsesionarme.
-¿Lo ves? Es inútil. Ahora te obsesiona no obsesionarte.
-¡Oh, cielos! Entonces estoy perdido. Ahora no sólo tengo que dejar de obsesionarme, sino que además tengo que dejar de obsesionarme con dejar de obsesionarme. ¿No es eso?
-Veo que, al fin, has comprendido – dijo Javier, visiblemente desesperado, y se marchó dando un portazo con la íntima convicción de que su amigo Adrián le había vuelto a tomar el pelo. Era señal de que iba mejor.

Acababa de irse su amigo, cuando alguien volvió a llamar a la puerta de la habitación.
-¡Entra, pesado, qué te has olvidado! – dijo Adrián.
-¿Puedo pasar? – dijo una vocecita temblorosa, al tiempo que asomaba su cabeza por la puerta entreabierta.
Era Clara. Adrián, al verla, dio un respingo y un brusco movimiento de retroceso, golpeándose contra la cabecera de la cama, lo que le produjo un gesto de dolor.
Clara, al verle, avanzó hacia él exclamando condolida:
-¡Oh, lo siento!
-¿Que “sientes”?, ¿el qué? ¿Qué no me hayan matado tus gorilas?
-No son mis gorilas y además … Además, vengo en son de paz – dijo Clara dulcificando su expresión todo lo que pudo.
-Con que “en son de paz”, ¿eh? ¡Y por poco me desnucas del susto!
-No era mi intención asustarte, Adrián. He venido a … a pedirte disculpas.
-Está bien. Está bien, acepto tus disculpas. Y ahora, por favor, déjame que termine de recuperarme del todo, ¿vale?
-Pero, ¿no me guardas rencor? Dime que no me guardas rencor, ¿eh?
-Sí. No te guardo rencor. No te preocupes. Anda, vete tranquila. Pero lárgate ya. A ver si se me va pasando el dolor.
-Es que … he venido también a traerte algo. Toma. No sabía qué regalarte. No sé si te va a gustar. Como apenas nos … conocemos …
-Es … muy bonito. Sí, muy bonito. Me gusta mucho, de verdad. Hasta luego.
-¡Pero, si no lo has abierto!
-Ya. Pero me gustará, te lo aseguro.
-Ábrelo, por favor. No me iré de aquí hasta que no lo hayas visto.
-Está bien. Tú ganas, como siempre. A ver qué es esto …
Adrián abrió el pequeño paquete y encontró una agenda de piel y una estilográfica negra con plumín de oro. Se quedó parado, estupefacto por la sorpresa y se puso a pasar las hojas de la agenda, retrasando el momento de enfrentarse a los ojos de Clara en los que empezaba a dibujarse una sonrisa.
-¿Te gusta? – comentó suavemente.
-Sí, pero … – respondió, al fin, Adrián, mirándola desconcertado – No debías haberme hecho este regalo. En realidad, no debías haberme hecho ningún regalo. No fue … culpa tuya.
-Sí que fue culpa mía, por testaruda y caprichosa, irresponsable y … estúpida.
-Bueno, bueno, deja de ponerte verde a ti misma. No es para tanto.
-¡¿Qué no es para tanto?! ¡Mira cómo te han puesto gracias a mi … maldito carácter, a mi falta de … tacto y …
-Vale ya, Clara. Yo también he tenido mi parte de responsabilidad en el asunto, ¿no te parece?
-Pues ahora que lo dices … Porque si no hubieras encendido los ánimos hasta ese punto. Si no hubieras caldeado el ambiente. Si te hubieras retirado a tiempo en lugar de …
-Oye, oye, ¿qué me estás diciendo? En primer lugar, fuiste tú la que caldeó los ánimos. Fuiste tú la que encendió el ambiente. Y fuiste tú la que debió retirarse de la provocación y la violencia troglodita que …
En ese momento, un fuerte tirón en los puntos de la cara le impidió seguir hablando, al tiempo que se contraía en otro gesto de dolor.
-Está bien – dijo entonces Clara – No te alteres. No discutamos más. Los dos tenemos culpa. Pero vamos a dejar el tema, ¿eh? Ahora … tengo que irme. Mañana vuelvo, ¿eh?, a ver cómo sigues.
Y, levantándose del borde de la cama, donde se había sentado, le dio un beso en la frente, saliendo luego como una exhalación del cuarto, dejando en el aire el fresco aroma de una colonia de baño y la fugaz imagen de sus piernas de infarto.
Así se cerraba el primero de los encuentros civilizados entre ambos tras los incidentes, comienzo de unas relaciones que supondrían un giro total en la, hasta entonces, monótona vida de Adrián y en la, por el contrario, en exceso divertida vida de Clara.

(Continuará ...)

Javier Auserd.

Envuelto para regalo (III).

Envuelto para regalo (III).

Palacio de la Magdalena (Santander). Cosecha propia.


Tres.

(Analepsis o flashback).


Apenas habían transcurrido unos segundos prudenciales desde que se quedara solo en el despacho, cuando Adrián se incorporó de la butaca y recogió de la parte derecha de la mesa unos cuantos folios en blanco con membrete. Los dobló cuidadosa y lentamente, tratando de controlar los golpetazos de sangre sobre las frágiles paredes de sus sienes, y se los guardó lo mejor que pudo en un bolsillo de la chaqueta con el tiempo justo de acomodarse de nuevo en el sillón y poner la cara de aburrimiento del que no ha roto un plato en su vida. En ese mismo momento se abría la puerta del despacho y entraba don Pascual con una carpeta voluminosa y polvorienta entre las manos. Era una de aquellas carpetas antiguas con cordoncitos de colores, que presentaba un aspecto deshilachado y mugriento como si hubiera sido utilizada en numerosas ocasiones a través de los siglos y de los avatares de la historia privada de la familia.

-Aquí tiene usted, don Adrián – le dijo el viejo abogado, tendiéndole el destartalado carpetoncio lleno de papelotes amarillos y ocres roídos en unos bordes sucios y desiguales que pugnaban por salir de su encierro – Aquí está todo. Yo hubiera querido preservar del tiempo y de la naturaleza todos estos documentos y otros muchos que me fueron confiados a lo largo de mi dilatada vida profesional, pero … el exiguo presupuesto de la Fundación para estos y tantos otros menesteres, apenas si alcanza para algo más que su desordenado almacenamiento en los sótanos del edificio, presentando en todos los casos tan lamentable e indecoroso aspecto. Confío, no obstante, en que pueda usted desarrollar la digna labor que le ha sido encomendada por su excelencia, la señora condesa de Tresaguas, a quien Dios guarde muchos años entre nosotros, manteniéndole intactas las tan altas y acrisoladas virtudes que siempre le han caracterizado, convirtiéndole a nuestros humildes y mortales ojos en uno de los pilares fundamentales donde descansa la flor y nata de la aristocracia española para gloria y ejemplo de las generaciones venideras en este período de caos y confusiones sin cuento que nos ha tocado en suerte, aunque yo me atrevería a decir que, más bien, en desgracia, vivir. Pero no le entretengo más, don Adrián. Transmítale usted a la excelentísima señora condesa el testimonio más sincero y enaltecido de mi consideración y respeto y póngame a sus pies para …
-Así lo haré, don Pascual. Así lo haré. Pierda usted cuidado – interrumpió Adrián la interminable perorata del anciano abogado al tiempo que, incorporándose de su asiento, estrechaba su temblorosa mano en un rápido gesto de apresurada despedida.

Una vez en la calle, suspiró aliviado respirando hondo su dosis personal de contaminación para sentirse de nuevo un animal urbano en todo su apogeo y especialmente libre del rancio abolengo de aquellos muebles carcomidos y papeles decrépitos, del mal aliento vital y de los cuellos almidonados, del agobio de las estanterías hasta el techo y de las recargadas lámparas de bronce y filigranas chinas con motivos hindúes, de los atosigantes y estremecedores cuadros negros del siglo XVI de estilo cartujano donde todo eran frailes y santas de rostros severos y tenebrosos apenas distinguibles en la penumbra infrahumana de hábitos macabros y fondos oscuros. Y cuando se hubo sacudido, por fin, toda aquella carga de ancestrales fantasmas de los que ya no dan miedo sino profunda y entristecida misericordia, echó a andar sobre la capa de asfalto decimonónico renovado en busca del homicida salvador del honor de una de las más nobles familias de Castilla, al que debería descubrir a través de los papeles que le palpitaban bajo el brazo para hacerse acreedor a una finca enorme y a una mansión destartalada con las que la anciana condesa, tía de Clara, premiaría el resultado final de sus averiguaciones.

Antes de acostarse con Clara, Adrián aprovechaba sus ratos libres para pensar en ella como si cualquier maldito niñato bien nacido  se la fuera a desgastar con la mirada. Aprovechaba incluso las siestas de las vacaciones para imaginarla entre sus brazos en una jungla esplendorosa de palmeras azules y manglares gigantescos, de ríos violetas y nenúfares sepias, anaranjados, castaños y amarillos contra el violento resplandor de un cielo verde esmeralda enrojecido hacia los bordes colindantes con unas colinas pardas coronadas por unas nieves perpetuas de color azafrán. Era como el rito enfermizo de un desesperado mamífero de clase baja, con estudios medios, jugando, sin fortuna y sin acierto, a conseguir alguna fama relativa más que a ascender por la resbaladiza y confusa escala social, a despecho de no haber contado con los suficientes recursos económicos que le hubieran permitido evadirse de otra forma más práctica y gratificante que la que se veía obligado a adoptar. Era la evasión más aburrida, pobre y solitaria que conocía y que le impedía encontrar otra salida verdaderamente activa o terapéutica. Por eso se dejó atrapar por Clara. Con cuidado, para que no se notara mucho su interés por ella, pero siguiendo de cerca los sutiles movimientos depredadores de la muchacha, fue dejándose arrinconar hacia su trampa. Y, aunque con algún que otro percance, por primera vez en su vida, le salió bien la jugada.

 

Era una tarde radiante de principios de mayo en la Ciudad Universitaria. Hacía calor y, por las sucias ventanillas del autobús, se distinguían los momentáneamente verdes prados del campus como agradable alfombra de los frondosos árboles de la avenida principal, de los caminos laterales y de los jardines frente a las entradas de las Facultades. Adrián iba sentado ojeando distraído una revista cuando, ante él, se pararon dos piernas deliciosas enfundadas en unas medias oscuras que terminaban en una falda corta vaquera por donde continuaba un cuerpo de locura rematado en una blusa blanca con  sonrisa de infarto, ojos burlones y una melena de pelo lacio encima. Era Clara.

Como era de esperar, a Adrián se le cayó la revista al suelo y, tras un intenso y desesperante carraspeo, consiguió tartamudear algunas palabras incoherentes. El asiento de al lado estaba vacío. Se levantó, dejando paso a la muchacha, mientras trataba, inútilmente, de controlar los nervios que le corrían por la cara en forma de abundantes goterones de sudor repentino e incontenible. Una bocanada de bochorno insoportable invadía su rostro impidiéndole respirar y produciendo un océano de flemas en su tímida y frágil atragantada garganta. Ella, en cambio, sonreía con malicia saboreando el espectáculo, derrochando gracia, manejando aplomo, dominando la situación con desparpajo como si así se vengara de tantos esquinazos con que aquél mequetrefe de tres al cuarto le había obsequiado a lo largo del curso que ahora terminaba.
Cuando, por fin, ambos se hubieron instalado en los asientos, equilibrando con sus cuerpos los tirones y traqueteos del autobús; cuando, por fin, él se hubo guarreado la frente de pasarse las manos, varias veces, intentando secar el ataque de sudor y se hubo aclarado la voz lo mejor que pudo; cuando, por fin, recogió la revista e intentaba dominar los nervios que ahora se le presentaban en forma de gases acumulados de repente en los intestinos, comenzaron a hablar.

(Continuará ...)

Javier Auserd.

Envuelto para regalo (II).

Envuelto para regalo (II).

Robert Daughters. Las Trampas II. Ed.260s/n. 25x32. Serigraph (handpulled, 32 colors).
http://www.waldenfineart.com/cgi-bin/csgallery/index.cgi?command=mi&id=514&ccat=5


Dos.

(La realidad está llena de trampas).


No sabía en qué momento exacto de su complejo relato empezaban a fallar las cosas. Puede que fuera en el segundo capítulo, después de la descripción de la amante de Paco, cuando se embarcó en un farragoso recorrido por el Madrid del setenta y cinco donde mezclaba sus propias experiencias con la historia de un chico como él que escribía sobre otro chico como él que se escapaba a una isla del Caribe harto de una vida tan actualmente anodina, pero cargada de problemitas, como la de los tres chicos juntos.
Confundía, por ejemplo, la noche aquella en que el Loco le había perseguido escaleras abajo blandiendo un hacha y gritando como un poseso que iba a matarle, con la bronca de Paco con José Ramón o con la trifulca de Ernesto con el pintor que refugiaba a un narcotraficante durante unos días y le acusaron una noche entre los dos de ser un maldito comunista clandestino que no le contaba nada de sus misteriosas andanzas por las callejuelas de los últimos estertores de la dictadura.
Se le ocurrió meterse en esos berenjenales en parte porque le obsesionaba hacía tiempo la idea de contar sus aventuras de forma encubierta, en parte porque se llevaban las crónicas urbanas. Pero lo suyo era divagar por las alturas inconcretas haciendo filigranas barrocas en el aire, volar a ras de cielo por los inmensos salones del limbo o en las naves inconmensurables de las catedrales góticas, aunque también lo suyo era danzar sobre las tumbas de los mausoleos familiares o hacer los más extraños reportajes sobre el sexo confuso de los ángeles o discurrir el modo más sencillo de conjurar la mala suerte contra los amores enloquecedoramente imposibles por muy poco.

Su recuerdo más nítido era el de un niño de tres años, recién cumplidos, desamparado en lo alto de la escalinata del colegio tras su primer día de clase, con un babi más grande que él mismo, con unos calcetines blancos, unas sandalias diminutas, una enorme cartera cargada de cuadernos, con el peso infinito del porvenir a cuestas, con un plumier desvalijado por compañeros más pícaros y expertos, mirando a la vida desde allí, mirando el vértigo insoportable del frío sol de otoño sobre su cabecita atormentada de perdedor nato, mirando el futuro presentido como un castigo, sintiendo las lágrimas que le ahogaban la garganta infantil, la rasposa impotencia entre las tripas por la pura pena negra de estar en un mundo constantemente incomprensible y amargo. Ya entonces se había sentido solo, extranjero en la vida, acorralado. “Llévame contigo, padre” – pensaba treinta años después – “A algún sitio donde no me roben el plumier o donde sepa partirles la cara. Un sitio donde no me sienta tan solo. Llévame a pasear por los jardines del cielo de tu mano. Porque me viene grande esta mierda, papá y no puedo con ella. No puedo más”.

Se acabó el tiempo de las rosas en nuestros corazones, incluso aún en el caso de que nunca hubiera existido. Se acabaron las cosas que nos emocionaban: las películas de indios en los cines de verano, las pipas, los amigos, Charito y Margui, Merche y Angelines. Se acabaron el guá, los cromos, la peonza, las chapas, el rescate, el escondite … Se acabó la olla, el tula, el bote botero y el pan y quesillo. Hubo un tiempo hermoso y claro en el que todo era flamante, nuevo, limpio; en el que olores y sabores eran puros y disfrutábamos del aire y de las amapolas, de la calle, del sol, del parque, de Luisa y de los amigotes. Y se acabó todo de golpe el otro día, mientras compraba un paquete de tabaco en el quiosco de la esquina. De pronto se dio cuenta de que el cielo era más gris, aunque estaba despejado, y de que los colores habían desteñido hasta quedarse en aquella parodia de verdes inertes y rojos inmaduros. Se dio cuenta, entonces, de que la vida le había pasado por encima como una apisonadora justo en el momento en que más necesitaba de toda la ternura. Quiso gritar en medio del tráfico inhumano. Quiso decir que aquello no valía, que casi todos estaban haciendo trampa y así no había forma de esconderse. Pero le rodeó una estampida inoportuna procedente de la boca de metro más cercana en tanto que un golpe brutal de salida escolar le engullía para siempre en las más negras aguas urbanas del anonimato. Tuvo que agachar la cabeza y adaptarse al paso cotidiano de la gente, ceder, como siempre había tenido que hacer al final y resignarse a una evidencia humillante: había cogido la realidadlitis y no había que darle más vueltas.

Por eso decidió hacerse periodista. Todas las tardes, al salir del trabajo, iba a la facultad y se sentaba en los bancos polvorientos, con olor a carcoma, donde algún fatigado vejete desgranaba su monótona retahíla acerca de los recovecos del lenguaje o de las técnicas de composición de un artículo rápido. Y así, año tras año, esfuerzo tras esfuerzo, aprendió la versión actualizada y moderna de uno de los oficios más antiguos y desprestigiados del mundo: el del cotilla que hace preguntas sin sentido sobre temas sin importancia para que otros, mucho más listos, lo vendan como la más interesante historia jamás contada.
Fue allí donde conoció a Clara. Se sentaba unos bancos más abajo y la lacia melena rubia de la muchacha, permanentemente inquieta y juguetona, atrapó su atención desde el primer momento. Pero el ejército de moscardones que desplazaba Clara a su alrededor de un lado para otro, le hizo desistir de abordarla como habría sido su propósito, sumiéndole en el mismo hermético aislamiento que le perseguía desde niño en situaciones semejantes. Era demasiado bonita para él, demasiado simpática, arrolladora y desenvuelta pero, sobre todo, vivía en otro planeta. Y la vida, en cambio, le pesaba a Adrián como una losa, probablemente – pensaba a veces – porque era su primera encarnación. Le había tocado empezar desde cero (o quizás desde menos veinte) y no tenía memoria de experiencias anteriores. Además, la melancolía era un componente demasiado fuerte de su personalidad y, ante cualquier agresión externa, reaccionaba, por instinto, como una tortuga. Refugiado en sí mismo, segregaba una depresión pegajosa y molesta que le embotaba los gestos como una maldición. Sin embargo, esta vez, la chica se fijó en él precisamente por eso: no podía consentir que nadie dejara de bailar al son que ella tocaba.

(Continuará ...)

Javier Auserd.

Envuelto para regalo (I).

Envuelto para regalo (I).

Paul Klee. Southern Gardens.
1.936. Oil on paper, mounted on cardboard, 10 3/8 x 12 1/4 in; Collection Norman Granz, Geneva. (1011x854 pixeles, 224Kb.)
http://www.sai.msu.su/wm/paint/auth/klee/


Uno.

("vanitas vanitates et omnia vanitas" Eclesiastés, 1.2).

Antes de morir, la vieja condesa de Tresaguas había dejado escrito que su finca de Pradoverde, con la enorme y destartalada mansión del marquesado de Montejo, pasaran íntegras al último amante de su sobrina Clara.
Fue una lluviosa y fría tarde de mediados de noviembre tomando el té en su casa de campo de las afueras de Sigüenza, cuando la condesa, intuitiva e imprevisible, había decidido dejar una de sus propiedades a aquel treintañero triste y distante que merendaba frente a ella con la misma sensación de abandono ante la vida que su primer marido, el marqués de Arnedo.
No importaba que el muchacho fuera un perfecto don nadie, sino el hecho de que hubiera sido elegido por Clara. Porque la condesa se fiaba de Clara, veía por los ojos de Clara, oía a través suyo, pensaba y respiraba por sus más íntimos misterios; era, a todas luces, su favorita. Por eso miró al joven, que mojaba frente a ella las pastas en el té, con el cuidado exquisito que ponía cada vez que alguna idea extravagante comenzaba a rondar sus ancianas malicias. Le miraba y le miraba como si no fuese la única vez que le viera. Como si ante sus ojos, cansados y marchitos, se estuviera produciendo el increíble milagro de una aparición. Tenía su mismo pelo negro y ondulado, su misma nariz pequeña, su misma barbilla pensativa, su frente soñadora ... pero, sobre todo, tenía la misma profundidad en la mirada: una mirada penetrante, una mirada que desnudaba el alma sin misericordia. La incómoda y enigmática mirada de quien ha descubierto, por casualidad, alguno de los misterios insondables de la vida y está pagando por ello.
Cuando volvían hacia Madrid arreciaba la lluvia. Clara, a su lado, fumaba en silencio mientras iban desgranando las gotas de la nube una monótona cortina de agua gris sobre el parabrisas.


-¿Qué te ha parecido mi tía?- preguntó Clara, de pronto.
-Muy interesante.
-¿Sólo interesante?
-Y encantadora. Además, ha debido de ser muy guapa; todavía lo es. Aunque nunca tanto como tú lo eres ahora mismo, desde luego.
-Adulador -sonrió Clara, al tiempo que se acurrucaba en el asiento como una gata mimosa - Entonces, ¿te ha gustado?
-Sí.
-Y tú a ella. Le recuerdas a su primer marido.
-¿Cómo lo sabes?
-Me lo ha dicho mientras te ponías la cazadora.
-¡Ah! Y eso, ¿es buena señal?
-Muy buena. Le has caído bien.
-Pues, ¡menos mal! Me alegro, porque no suelo caer bien a mucha gente.
-¡Qué presumido eres! ¿Es que quieres que te regale los oídos? ¡A mí me gustas!
-Pero es que tú eres una chica muy especial.
-¿Quieres decir: rarita?
-Quiero decir: condescendiente.
-¡Palabritas! - dijo Clara dándole un beso furtivo bajo la lluvia.

 

Como un paseo por el lado peligroso de la vida era hacer el amor con Clara. Como volver a las campiñas bretonas o irlandesas. Como atravesar los valles castellanos por los campos de centeno de tus ojos en una noche de luna plena. Como un bálsamo de estruendo y de misericordia, como una fuente fresca de rocío, como un estrépito de sables entre el opaco amanecer de la maleza desconsiderada, sin orden ni concierto, sin palabras. Así era hacer el amor con Clara. Adentrarse en la melancolía como en una espesura sin contornos, sin formas, en la que todo se confunde a pesar de que la luz lo llena todo, o precisamente por eso, porque su resplandor todo lo envuelve en la tibieza, en la mágica sensación de estar flotando en el pantano del amor y de la concupiscencia. Era como desintegrarse en un aroma de gestos, de suspiros, como fundirse en una cálida hecatombe de caricias concéntricas y autónomas, como bañarse en un dulce lago de sales asfixiantes. Así era hacer el amor con Clara. Era como poder tocar los bordes del cielo con la punta de los dedos en un susurro de éxtasis azul sobre la superficie blanda de los límites del Cosmos. Era como sobrevolar un campo de amapolas para hundirse, después de muchas vueltas, en el mismo corazón de la desesperanza. Así era hacer el amor con Clara.
Pero también era su figura un vértigo insondable. De una gracia ligera y estudiada, su cuerpo se movía con la elegancia sutil de una gacela en flor por los hayedos y por los cañaverales. La perfecta coordinación de sus movimientos dibujaba la suave cadencia que desprendían sus finos y armoniosos contornos como si toda la vida hubiera sido una princesa. Así era Clara. Como un ángel terrible que cruzase, fugaz e inmaculado, por las cien mil vulgaridades cotidianas, por los problemas de supervivencia, por las calles. Canela pura era Clara. Su cuerpo nítido y sensual como un suspiro, como un refugio en noches de niebla o de tormenta, como un nido de golondrinas, abrigado y tranquilo, ligero y acogedor, emocionante, donde, una vez instalado, no se nota el paso del tiempo ni la dureza de los dioses golpeando nuestro frágil corazón de porcelana. Sus ojos de miel eran un mundo incandescente de dulzura o de hielo, según sople el viento lunar de su mirada, porque en ellos late, como en ninguna otra parte de su cálida imagen, el fuego abrasador de todos los soles que iluminan la cúpula celestial del Universo. La sonrisa de Clara era una sinfonía policroma de tonos almendrados, llena de cánticos exultantes, aleteando como un pájaro encendido contra la marabunta del ábside de la catedral renacentista de su rostro que cobra, cuando emerge, el aire seductor del más alto desván del pensamiento. Pero eran, en fin, sus piernas de melocotón, estructuralmente procaces, lo que más enloquecía, a cuantos la vieran pasar, con la frescura y el malicioso candor de sus treinta recién cumplidas primaveras. Así era Clara para Adrián.
Y, sin embargo, el camino hacia Clara era oscuro, lento y tortuoso, salpicado de accidentes, como caminar por un laberinto de largos pasillos sin luz y sin esperanza de llegar a alguna parte, salvo en la penumbra gris del fin de la cloaca donde se desemboca después de una ventura alucinante por los pliegues angostos de los áridos desagües, por los recodos sin retorno, por las trampas invisibles de los pozos negros, de los túneles malditos, por las cañerías, por la cuevas, por las grutas, por las alcantarillas, para aparecer, sin voz y sin orgullo, en medio de un rincón de su presencia, como un niño, para acariciar la tibia piel de su cintura como en un sueño del que mejor no despertarse ni siquiera para ver volar los pájaros nocturnos desde las ruinas del cielo hasta el rojo infinito de los atardeceres.


(Continuará ...)

Javier Auserd.