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La cueva del dinosaurio

Ladrillos

El buen chiflado.

El buen chiflado.

Uno.
-No hay nada peor en esta vida que un malvado, ¿no cree?
-Sí. Sí que lo hay, profesor.
-¿Quién?
-El buen chiflado.
-Y ¿quién es “el buen chiflado”?
-Un malvado que se hace el tonto sobre sí mismo creyéndose más listo que nadie. Un psicópata sin sentimientos ni emociones, sin humanidad. Es el malvado perfecto porque quiere hacer creer que él es bueno y son los demás los impuros, los imperfectos, los tontos. Y cuanto más se lo cree él mismo, peor está su mente. En su mente anida un gusano que va devorando las pocas o muchas nociones de bondad que haya sido capaz de coleccionar anteriormente. Y las sustituye por coartadas.
-Pero, todo el mundo crea coartadas, sin ellas sería imposible soportar vivir.
-Sí, pero no todo el mundo las utiliza para esconder actos atroces. Algunos, incluso, nunca realizan actos físicamente atroces. Son pequeñas corrupciones, pequeñas maldades, pequeñas mentiras, pequeños engaños, pequeñas … “putadas”. Si las circunstancias les ponen delante un asesinato, no dudarán, pero si no, pueden morirse de viejos sin cometerlo y haber sido más canallas que Satanás. En realidad creo que hay asesinos mejores que psicópatas que no han llegado a serlo. Al menos, más honestos.
-¿Sí?
-Eso creo.
-Pero eso es una creencia muy peligrosa. ¿Lo sabe?
-Lo sé.
-¿Es consciente de eso?
-Sí.
-¿De lo peligroso que resulta pensar eso?
-Sí.
-Entonces, ¿por qué la sigue sosteniendo?
-Porque es la verdad.
-En todo caso será “su” verdad.
-Touché, profesor. Pero es “una” verdad que yo he descubierto.
-Está bien, Adrián, seguiremos hablando.
-No pienso irme, profesor. Aquí, por fin, estoy bien y eso es algo que no podía decir desde hace mucho tiempo.
-Eso espero, Adrián. Eso espero.

Dos.
-Hábleme más del “buen chiflado”, Adrián. ¿Ha conocido a muchos?
-Sí, profesor, sobre todo mujeres.
-Me sorprende usted, Adrián, no le creía machista.
-Eso no es machismo, profesor, es un hecho. La inmensa mayoría de las mujeres son ángeles, pero entre las pocas que no lo son, algunas son psicópatas. Así como los hombres malvados somos, en general, gorilas agresivos llenos de vanidad que podemos desembocar en el asesinato, esas pocas mujeres responden más al tipo psicopático del que estamos hablando: “el buen chiflado”. El “buen chiflado” es, casi siempre una mujer. El buen chiflado, como le he contado otras veces, pasa desapercibido como si fuera una persona normal. Es un ser sociable, incluso simpático. Pero no empático, claro. Nunca. Aunque camufla muy bien esto mintiendo.
-Y ¿cómo miente?
-Finge.
-¿Finge?
-Finge sentimientos. Se los inventa. Como no los siente, se los inventa.
-Y ¿cómo lo consigue?
-Se fija en los demás. Es muy observador y está siempre al acecho, observando cómo expresan sus sentimientos los demás. Y los imita. Para que parezca que él (ella) también tiene sentimientos y los … expresa. Pero, en realidad, los interpreta.
-Hm, hm. Interesante.
-¿Interesante? No, profesor, yo lo encuentro monstruoso. Por eso estoy aquí, como usted sabe, para no exterminarlos a todos.

Tres.
-Pero, hombre, Adrián, con los años que lleva aquí y no quiere, al menos salir al jardín a que le de el aire.
-No, profesor, gracias. No se empeñe. Ya tomé aire suficiente para todo lo que me quede de vida cuando estaba fuera. Usted cumpla con su parte del trato y yo le sigo ayudando. ¿Qué quiere saber hoy?
-Hay un nuevo psicópata que firma sus crímenes con un tridente.
-¿Con un tridente?, ¿asesina con un tridente?
-No, no. Me he expresado mal. Pinta un tridente pequeñito con rotulador en la axila de sus víctimas después de matarlas.
-¡Ah!, ya.
-¿Le suena?
-¡Claro! No es nuevo.
-¿Qué no es nuevo? Yo no recuerdo …
-¡Sí, hombre! Es que sus primeras víctimas fueron animales. ¿No recuerda hace unos siete años en Gamonal?
-¡Mendoza!
-Mendoza. Y ¿a cuantas ha matado?
-¿Cómo sabe que son mujeres si no se lo he dicho?
-Acaba de hacerlo ahora mismo.
-Adrián, Adrián. ¡Siempre tomándome el pelo!
-No, profesor, no. Dependo demasiado de su amabilidad como para permitirme ese lujo. Usted me libra de mis fantasmas manteniéndome aquí dentro evitando así que yo asesine a mansalva y yo le ayudo a resolver algunos casos. Pero recuerde que no soy Lucifer: no lo sé todo.

Cuatro.
-Pero, profesor, ¿cómo sigue teniendo a este paciente suelto?, es peligrosísimo.
-¿Usted cree?
-Por supuesto, ¿no le oye usted hablar sobre asesinatos, perversiones, masacres, psicopatías, como si tal cosa, pretendiendo, encima, darle lecciones a usted?
-Escuche, Ramírez, yo ya estoy jubilado y vengo por aquí para entretenerme. No tengo prestigio que conquistar ni mantener y todo me importa ya un pimiento. Por eso puedo confesarle, tranquilamente, una cosa que, por supuesto, negaría habérsela dicho nunca.
-Le escucho, profesor.
-Ese hombre no es tan peligroso para los demás como para sí mismo.
-¡¿Cómo?!
-Y además es inteligente.
-¡Pero, profesor … ¡
-Y, encima, tiene más razón que un santo y me ha ayudado con sus comentarios en muchas de mis investigaciones.
-¡No!
-Y si adopta ese aire provocador y sabihondo, como si fuera él el psiquiatra, es para cabrearme y que no le demos el alta.
-Pero ¿qué me dice, profesor?, si está como una cabra.
-Eso es lo que quiere que creamos y hasta ahora lo está consiguiendo. Que no me entere yo de que usted lo estropea. Prométame que va a seguirle siempre la corriente cuando yo ya no venga ni pinte nada en esta clínica. Prométamelo.
-Se lo prometo, profesor. Además la Fundación es suya y de sus herederos.
-Bien. Pues ya lo sabe. No vamos a hacerle la putada de echarle a la calle a estas alturas. No tendría a donde ir. Y, bien mirado, es inadmisible que se crea tan listo y pretenda darnos lecciones, ¿no cree?
-Por supuesto, profesor. Lo que usted diga.
-Ay, Ramírez. Lo que yo diga tiene cada vez menos importancia.

Javier Auserd.

Crónicas de un tiempo … embarazoso. (Drama en varios actos). Javier Auserd.

Crónicas de un tiempo … embarazoso. (Drama en varios actos). Javier Auserd.

Capítulo I. En un principio.

Uno.

Antes de perder el juicio, era Mariano un dechado de virtudes de la época. Se había educado en los Salesianos de Atocha, con una beca, y se comportaba, en todo cuanto emprendía, con un recato y una prestancia decididamente notables. Era bueno, era educado, era obediente, era dócil, pero, además, lo aderezaba con una angelical sonrisa que disparaba el instintivo nerviosismo pellizcador de las devotas conocidas de su abuela en sus sufridos y sonrosados mofletes, cada vez que se producían los beatíficos encuentros.

Este niño ejemplar, Marianito, hacía los deberes y los recados como nadie y se rumoreaba en el barrio que terminaría de cura y luego de misionero del Domund por su capacidad de sacrificio y amor al prójimo, eso estaba más cantado que la tarara, pero además también porque los padres de Don Bosco tenían un olfato indiscutible para detectar vocaciones suficientemente probado a través de los años.

Los barrios del Madrid de la postguerra eran todavía pueblos anexionados, más o menos grandes, más o menos pobres, que se reconstruían muy despacio entorno a una o dos avenidas principales medio asfaltadas como un conglomerado caótico de calles de barro que ya se irían enderezando y civilizando con el tiempo y las protestas vecinales. En ellos, como pueblos que aún eran, se conocía y se hablaba todo el mundo, a pesar de que ya cada uno había venido de otro pueblo y lugar de España. Sin embargo, aunque primaba la tendencia a agruparse por clanes geográficos o familiares, la nueva ciudad iba imponiendo, poco a poco, un aire más cosmopolita y refinado sobre el provincianismo original, fenómeno que, como todos, siempre tiene sus pros y sus contras.

El caso es que la vida seguía inexorable su curso enrevesado y monótono, a veces aburrido y lento, a veces agotador y frenético, mientras Marianito crecía en edad, santidad y gobierno. Por la mañana iba a clase en el autobús, volvía a casa a comer y por la tarde hacía los deberes en el cuarto de estar, escuchando los seriales radiofónicos de Sautier Casaseca en radio Madrid al tiempo que su madre planchaba la ropa de la familia. Los sábados se habían puesto de moda los suplementos infantiles en los periódicos vespertinos y era agradable para Marianito acercarse con sus padres hasta el quiosco para recibir la recompensa semanal en forma de tiras cómicas, aunque fueran americanas, que ya empezaban a ser los buenos. Luego, un reconfortante paseo por la calle principal y, en ocasiones, la recién estrenada misa del sábado que valía para el domingo, completaban la semana. Así el domingo podían salir al campo cercano en el “dos caballos” del pluriempleo de su padre, para oxigenarse y no perder el contacto con ese campo (que era como se seguía llamando entonces a la naturaleza) que tanto les gustaba y que ya empezaba a saturarse de domingueros. Al regreso había algo de caravana, pero se imponía la disciplina férrea del espíritu espartano y se soportaban con resignación católica las molestias y los inconvenientes necesarios para afrontar la nueva semana con el ánimo renovado que permitiera encarar los retos cotidianos con ademán impasible, sin prisa pero sin pausa, sabiendo mandar y sabiendo obedecer, quien bien te quiere te hará llorar, etcétera, etcétera.

¡Qué tiempos aquellos!

Continuará ... 

Pisar cristales (Batallita en un acto).

Pisar cristales (Batallita en un acto).

www.csic.es/ott/rdcsic/rdcsicesp/rdma13esp.htm

Era un edificio anejo al colegio, separado de la parroquia por un callejón cerrado por una puerta metálica por donde, seguramente accedían los camiones de reparto del carbón para las calderas de la calefacción del colegio o de los alimentos para las cocinas de la comunidad de curas de la iglesia y del convento de monjas que daba a la calle de atrás.
Pasábamos por delante de él casi todas las tardes al volver de clase, porque era el camino más largo y nos entreteníamos jugando mientras regresábamos a casa para la merienda. Tendríamos nueve o diez años porque ya íbamos al instituto y, en aquellos años, los niños en Madrid íbamos y veníamos solos al colegio y al instituto sin más problemas que algún que otro desollamiento de rodillas por trepar a los escombros de las casas derrumbadas de la guerra en los descampados que salpicaban los bloques de viviendas que se iban levantando con pasmosa lentitud durante largos intervalos de tiempo. Habían pasado más de veinte años desde el fin de la guerra, pero en nuestro barrio se conservaban las ruinas de sus desastres gracias al lento pantano de la autarquía y a que del Plan Marshall apenas había llegado la leche en polvo de los recreos, unos cinco años antes, ni siquiera el queso.
Quizá lo hubiéramos visto hacía días, pero, por alguna razón que no recuerdo, aún no le habíamos dado importancia. El caso es que alguno de nosotros dio la voz de alarma: todos los cristales de la puerta del edificio, que estaba pegada a la puerta metálica del callejón que separaba (o unía) aquél ala abandonada del colegio con la iglesia, estaban rotos en el suelo. Y también los de todas las ventanas de las dos plantas. Pero lo chocante consistía en que todos estaban dentro del edificio, en la entrada: por dentro, ninguno fuera: en la calle. ¡Ostras Pedrín! Aquél misterio bien merecía ser explorado aunque nos costara alguna bronca por tardar más de la cuenta y llegar un poco tarde al pan con chocolate oyendo las radionovelas y empezar luego los deberes de clase.
De modo que, reuniendo un valor que no teníamos y con mil y una precauciones (o lo que a esas edades se tiene por tales), cartera en ristre y zapatos de Segarra por delante, nos adentramos a través de las tentadoras aberturas de la cerrada puerta de hierro pisando cristales.
Quien haya vivido una experiencia semejante sabrá lo que quiero decir cuando digo que la sensación que deja en el estómago y en la garganta pisar cristales es algo inolvidable. Porque no me refiero a unos pocos cristales esparcidos irregularmente por una superficie grande, sino a toda una entrada pequeña sembrada por completo de cristales puntiagudos, resbaladizos y crujientes, incluidos los primeros escalones de una escalera que bajaba hacia un sótano y subía a la planta superior.
Hay cosas que sólo se hacen con nueve o diez años y todos los ángeles de la guarda haciendo horas extra.
Con que, ni cortos, ni perezosos (aunque algunos un poco remolones), nos internamos en aquella superficie móvil, cortante y peligrosa, que me pone ahora los pelos de punta recordar, y fuimos bajando (eso sí) muy despacio los escalones para ver a dónde conducían. En el primer rellano, había muchos menos cristales, pero los que llevábamos clavados en las suelas chirriaban contra el suelo produciéndonos dentera. Anochecía a esas horas de la tarde de un frío febrero y la poca luz que entraba disminuía a ojos vista a medida que seguíamos bajando.
El viento silbaba en la calle gris, y se colaba por la puerta y por las ventanas sin cristales de las dos plantas del edificio, arrancando lúgubres aullidos entre las galerías sembradas de los vidrios apedreados por gamberros a quienes, probablemente, conocíamos de vista.
Seguíamos bajando, a cámara lenta, con toda la calma de la que éramos capaces y un nudo en la garganta que amortiguaba el castañeteo incontrolado de los dientes, o quizás eran nuestras anginas inflamadas las que estábamos mordiendo. El caso es que, fuera lo que fuese, no he vuelto a conocer nunca una tropa más silenciosa y disciplinada que la de aquellos cinco chavalitos de nueve y diez años que nos estábamos jugando el tipo en una aventura de tres pares porque una de las principales reglas de oro no escritas del código del honor de los machotes de nuestros tiempos era no ser un cobarde, gallina, capitán de las sardinas ni un mariquita de mierda (por ese orden).
Así es que, con estos mimbres (y las carteras de clase) bajo el brazo, seguimos nuestro recorrido hacia las profundidades del edificio fantasma y lapidado que estábamos explorando cuando, de pronto, oímos unos ruidos extraños que nos hicieron parar en seco y apoyar nuestras espaldas contra la pared porque, según lo que he creído ir aprendiendo luego, la primera reacción instintiva de los mamíferos es cubrirnos las espaldas por si lo peor viene por detrás. En este caso, venía de abajo, de algún punto, difícil de precisar, del fondo de la escalera y consistía en unos golpes, arañazos y voces que nos pusieron las pupilas y las amígdalas por las nubes.
Después de la primera parálisis, algo había que hacer para resolver la situación porque las voces y los ruidos se nos antojaban cada vez más cercanos y amenazantes. Y quien primero lo hizo fue Antoñito, rompiendo la formación y subiendo las escaleras, que tanta concentración y silencio nos había costado bajar, gritando despavorido y saliendo a la calle. Aquello fue el sálvese quien pueda más caótico que he visto nunca y, sin necesidad de ponernos de acuerdo, nos dispersamos hacia nuestras casas cercanas como almas en pena que lleva el diablo.
Yo no sé aún bien cómo lo hice, pero recuerdo que salí al aire libre como en volandas y con la impresión de que las voces nos perseguían. No recuerdo los escalones, ni el rellano sembrado de cristales que resbalaban, ni los huecos astillados de la puerta de hierro por la que apenas cabíamos. Eso explicaría que, al poco rato nos encontráramos con nuestras familias en la casa de socorro del barrio con varios cortes en las manos, en las piernas, en la cabeza y en los abrigos y trencas desgarrados, eso sí, manteniendo el tipo como los machotes que éramos, sin desvelar el secreto de aquellos cortes misteriosos, mascullando con laconismo militar que nos los habíamos hecho jugando por ahí y, sobre todo, sobre todo, sin derramar una sóla lágrima a pesar de los bofetones y de los capones de rigor que, todo hay que decirlo, fueron más preceptivos que fuertes porque todo el mundo entendía que ya llevábamos bastante encima.
Pasó el tiempo. Cumplimos los castigos. Antoñito recibió su merecido, por provocar la desbandada, a través del dola, tabaca y lique y la vida siguió su curso, con temas más leves y más graves, como si nada hubiera pasado.
Pensándolo luego muchas veces, lo más plausible que se nos ocurrió es que se tratara de trabajadores arreglando algo en el sótano o llenando de carbón la caldera o de frailes o de curas colocando algún almacén subterráneo o, incluso, la más descabellada e imaginativa idea (aunque por otro lado nada desdeñable) de que fueran poceros arreglando algo en las alcantarillas. No lo sé y la vida después me llevó lejos por lo que tampoco sé si mis compañeros de aventura consiguieron averiguarlo. Pero lo que no podré olvidar nunca desde entonces es el inestable hormigueo que produce en el estómago y en la garganta pisar cristales.

Javier Auserd.

De todo lo visible y lo invisible.

De todo lo visible y lo invisible.

Desde hace unos días, hacia la misma hora, una avispa (no sé si la misma) entra por la ventana del salón.
Mayo ha venido con un calor exagerado de golpe y no es nada extraño. Pero dadas las circunstancias por las que atravesamos, a veces se me antoja que es una enviada de nuestros enemigos.
El otro día estuve pensando, haciendo una lista, por encima, de todos ellos y me salieron unos doscientos cincuenta, de los cuales a no menos de cien les creo capaces de hacernos vudú sin despeinarse.
No somos unos monstruos, al contrario. Por eso precisamente hay mucha gente que se cabrea con nosotros: tenemos escrúpulos y principios morales sólidos y pensamos que no todo vale, que no vale todo, que no vale cualquier cosa con tal de trepar, mentir, engañar, hacer daño a quien sea para conseguir lo que queremos. Tampoco somos santos ni perfectos y, menos aún, meapilas ni santurrones (como muchos de ellos), se trata sólo de que somos (o nos consideramos) coherentes. Y parece ser que eso es un delito gravísimo que se paga caro.
No sé qué es mejor o peor, de verdad. Seguramente somos nosotros los equivocados y no sólo por una cuestión numérica, sino porque a veces dudo de que la integridad ética sea lo correcto para afrontar este consurso de pruebas salvajes llamado "vida".
A veces dudo. Dudo muy seriamente sobre si estamos haciendo lo que debemos, aunque parezca ingenuo o absurdo. Dudo, de verdad, de que seamos nosotros quienes estemos en lo cierto.
Otras veces no creo en maldiciones ni en males de ojo ni en nada parecido. Me digo que es suficiente con la inmensa complejidad humana; que es suficiente con los billones de gestos y actos diarios entrelazados, interconectados, entrecruzados.
Pero, otras veces, me creo todo. Me creo que hay seres con poderes sobrenaturales capaces de perjudicar a quienes ellos quieran sin que nada ni nadie sea capaz de contrarrestarlo y devolverles su mal, como sería justo que ocurriera.
No lo sé. Estoy hecho un lío.
Mientras me aclaro, siguen pasando cosas, contratiempos, disgustos, berrinches, sinsabores, traiciones, dolor, sufrimiento ... en todo el mundo.
Mientras me aclaro, sigue una avispa (no sé si la misma) entrando todos los días sobre la misma hora por la ventana del salón y nos amenaza con su aguijón venenoso y su vuelo siniestro, irregular, inescrutable. Hasta ahora hemos conseguido echarla. No sé cuánto tiempo aguantaremos.

Si te sabes un conjuro, ayúdanos.

Javier Auserd.

Un sueño macabro.

Un sueño macabro.

Claude Monet. 

Últimamente sueño que vivimos debajo de un puente ... y me despierto llorando.
Hemos perdido todo: la pensión, la casa por falta de pago del alquiler, los muebles, los electrodomésticos, los teléfonos, la ropa, los gatos, el conejo, los muñecos, el ordenador ... todo ... menos la vida, aunque no sé para qué la queremos (¿quizás para seguir sufriendo hasta extremos atroces?).
Entonces entiendo lo que les pasa a la mayoría de los inmigrantes. Sólo que nosotros, en mi sueño, ni siquiera podemos ser inmigrantes porque no tenemos a dónde ir.
Me despierto llorando.
No es justo. No es justo vernos sin nada después de haber luchado tanto, aunque no por cosas materiales (quizás por eso nos vemos así, en mi sueño). Entonces me pregunto: ¿es mentira todo? Todo lo que nos enseñaron los curas y los maestros atrapados en la Falange, ¿era mentira?, ¿es mentira?, ¿sólo es verdad la ley de la jungla más abyecta?
Me despierto llorando. Y me contesto que sí. Sí a todo. Como en un macabro test infernal: sí a todo.
¿Es mentira que exista la justicia en este mundo?: Sí.
La bondad, la belleza, el bien, el honor, la honestidad, la honradez, la nobleza, la solidaridad, la paz, la tolerancia ... ¿son un espejismo?: Sí.
Sí a todo.
Me despierto llorando.
Al conejo (otro de nuestros queridos refugiados) le apedrearon unos gamberros (los gatos huyeron entonces, despavoridos), luego nos apalearon a nosotros. Sin amigos, sin dinero, sin casa, sin cobertura social, sin salud, sin tarjetas, sin móviles ... no se es nada en este primer mundo y tampoco en ningún primer inframundo: tampoco se es nada. Nuestros hijos, no sé qué habrá sido de ellos. No tenemos familia y no podemos movernos.
Me despierto llorando. Pero ¿qué soluciono con eso? Si un día mi pesadilla se hace realidad, ¿qué soluciono con eso?
Me digo que no debo ser tan pesimista, tan amargo, tan negativo.
De acuerdo, no lo seré.
Y sin embargo, lo más aterrador de mi sueño es que es perfectamente verosímil, perfectamente factible en este mundo (espejismo, espejo, reflejo, clon de otro mismo mundo contrario poblado de vileza y de mentiras o, a veces, muchas veces, ni siquiera contrario, sino coexistente).
Me despierto llorando ... de terror ante una posibilidad que, al tiempo, es realidad para muchos otros seres ... ¿humanos?, ¿infrahumanos?, ¿inhumanos?
Y, entonces, ante eso, ¿qué soluciono llorando?
Me despierto llorando y comienzo una lenta plegaria egoista y terrible que dice así: "Haz, Señor, que nunca nos pase eso a nosotros". Pero no estoy seguro de que Señor me oiga y atienda mi súplica. No sería el primero ... ni el último.

Javier Auserd.

Algo pringado.

Algo pringado.

Detalle del cuadro "La entrega de las llaves a San Pedro" de "Il Perugino", 1.480-82 Roma, Capilla Sixtina.

Para Dinosaurio.

Uno.

-¿Se puede saber qué hace usted?
-¿No lo ve?, intentando abrir la puerta.
-Ah, ¿y lo dice así, tan tranquilo?
-¿Y con ese destornillador?
-¡Claro! Es que se me ha cerrado con el aire y me he quedado fuera, pero ¿a ustedes que les …? ¡Ah, la policía!
-Pues sí, hombre, sí, somos la policía. Dos policías, ¿nos ve?
-¿Y eso?
-¿Cómo que “¿y eso?”? ¿No sabe usted que nos ha llamado un vecino?
-No tenía ni idea. ¿Y para qué les ha llamado?
-Bueno, ya está bien de cháchara. ¿Qué hace usted intentando abrir esa puerta con un destornillador?
-Ya se lo he dicho, que me he quedado fuera y estoy intentando entrar.
-¿A dónde?
-Aquí.
-¿Por qué?
-Porque yo vivo aquí. Pregunten, pregunten a los vecinos.
-Ya lo hemos hecho y nos han dicho que no le conocen.
-Además, si le conocieran ¿por qué iban a llamarnos?
-¿Y yo qué sé? Es que soy nuevo, acabo de llegar. Estoy cambiándome y por eso no me conocerán. ¡Digo yo!
-Y la tele y el equipo de música que hay en el portal, ¿son suyos?
-¡Claro! Me estoy cambiando de casa y se me ha cerrado la puerta con el aire y se me han quedado las llaves dentro.
-Bueno, bueno. A ver, documentación.
-También está dentro.
-Ah, ¡qué casualidad! Venga, acompáñenos a comisaría.
-¡Pero, hombre, tienen que creerme! Es que he discutido con mi madre y me he cambiado aquí.
-Y, ¿de quién es este piso?
-De mi madre.
-¿Pero no dice que ha discutido con ella y se ha ido de su casa? Esto huele fatal, ¿eh? Venga, acompáñanos y no opongas resistencia.
-¡Pero, que no me hagan esto, hombre, por favor, todo tiene una explicación muy sencilla. Ya se lo he dicho!
-Sí, sí. Eso se lo explicas luego al juez.
-Ven por las buenas y no nos obligues a esposarte. Y trae aquí ese destornillador, que estás poniendo nervioso.
-Pero, no puedo dejar la tele y el equipo en el portal. ¡Me los pueden robar!
-¡Tendrá jeta el tío! ¡Es él el que está robando y encima dice que se lo pueden robar!
-Sí, menuda cara dura … Pero en eso tiene razón, no podemos dejarlo ahí, pueden servir de pruebas.
-Pruebas, pruebas, ¿más pruebas que pillarle in fraganti intentando abrir la puerta …? Pero bueno, vamos a localizar al presidente y que se haga cargo él.
-Pero que les firme un recibo, ¿eh?
-¡Tú a callar!, hombre, a ver si te sacudo.
-¿No me leen mis derechos?
-Tu has visto muchas películas, ¿verdad?
-¡Anda, tira, que se va a caer el pelo!

Dos.

-Profesión.
-Abogado.
-¡¿Abogado?, ¿con esa cara?!
-Y ¿qué cara tienen los abogados?
-De Suasenaguer con traje de Armani, ¡no te fastidia! Y tú con esas pintas.
-Es que estaba en ropa de casa y …
-Sí, sí, sí. Todo eso al juez.
-Pon todo lo que tengas ahí encima, anda.
-¿Y este papelito? ¿A ver qué pone? “Di-no-su-ro”. ¡¿Cianuro?!
-Dinosaurio.
-¿Eso qué es?, ¿tu apodo en la banda de atracadores?
-No, hombre, es de Internet.
-¡Bueno …! ¡¿Que eres un “caker” de esos? ¡Madre mía! ¡Cada vez lo tienes peor! ¡Pero cómo vas a ser abogado, si no tienes ni idea de que tú solo te lo estás poniendo fatal!
-Es que soy de fiscal.
-¡Ja, ja, ja! ¡Ahora dice que es fiscal! ¡Tú lo que estás es como una cabra! Claro que, seguro que es un truco.
-¡No, hombre, abogado de temas fiscales! ¡De Hacienda!
-¡¿Inspector de Hacienda?!
-¡Que no! Abogado de temas tributarios de impuestos y todo eso, por eso de penal tengo poca idea.
-Pues vete espabilando, majete, porque lo llevas crudo.
-¡Quiero un abogado!
-¿Pero no dices que tú lo eres? ¡A ver si te aclaras! ¡Ja, ja, ja, ja, ja!

Tres.

-¡Qué alegría de verte, hermano!
-Pero hombre, ¿en qué lío te has metido?
-Pues nada, que, cuando me dejaste los trastos en el portal y te fuiste, se me cerró la puerta con el aire con las llaves dentro. Traté de abrirla con un destornillador, algún vecino se mosqueó, llamó a la policía, vinieron, me pillaron intentando abrir la puerta con el destornillador y, a partir de ahí, todo se ha liado de mala manera.
-¡Y que lo digas, majete! ¡Menuda movida! Menos mal que he podido convencer a mamá para que venga a aclarar el asunto porque no te creas que estaba muy dispuesta al principio, ya conoces el genio que tiene. Lo que pasa es que al final una madre es una madre, pero ¡menuda bronca te espera! Te aconsejo que aguantes el tirón aunque ya seas mayorcito. Ah, ¿qué tal has dormido?
-Pues imagínate, aquí en las celdas de la comisaría … No he pegado ojo.
-Bueno, hombre, dentro de un rato te sacarán. Y ya puedes reconciliarte con mamá y, sobre todo, llevar siempre las llaves encima.
-Sí, y también ir siempre de traje.
-¿Y eso?
-Nada, nada, cosas mías.
-¡Ay, madre!, ¡tú y tus cosas!

Javier Auserd.

Algo cansada.

Algo cansada.

Claude Monet, su casa en Giverny. 

Para Gatopardo. 

Estaba cansada. De buena gana se acostaba ahora mismo si no fuera porque estaba esperando un paquete que vendría de un momento a otro y, además, tenía que poner de comer a los gatos. Mientras encendía otro cigarro, pensó que, a veces, los gatos son unos pequeños tiranos insoportables y desconsiderados, pero, enseguida, desechó esa idea con un movimiento negativo de cabeza: “No, no, ¿qué digo?, son muy majos, yo los quiero mucho. Lo que pasa es que yo ... estoy cansada”.
Se dijo que lo mismo influía el tabaco, luego se rebatió la afirmación, pero enseguida volvió a darse la razón porque estaba tan cansada que no le apetecía ni siquiera discutir consigo misma aquella tarde de un frío gris plomizo que barruntaba agua, incluso nieve. “No, no, va a caer sólo agua. Bueno, ¿yo qué sé? Tendría que comer algo, pero no me apetece nada. Igual unos cereales con leche un poco después”.
Últimamente no se sentía muy bien que digamos, pero ella no era una pusilánime de tres al cuarto ni una ñoña que se quejara sin más, aunque llevaba unos meses de varios pares de narices y, encima, lo de la radio se había interrumpido, “¡con la ilusión que me hacía!, ¡lo mismo se termina por ir al garete!, ¡maldita sea! Tengo que pensar en algo”.
Iba recorriendo la casa como un alma en pena, dando y apagando luces a su paso. Se sentó delante del ordenador y empezó a teclear para espantar el sueño y la desidia y, sobre todo, el cansancio. Mandó varios correos electrónicos sin parar de fumar mientras notaba que el humo del tabaco embotaba aún más su cabeza en lugar de despejarla como siempre. “Me estará entrando la gripe”.
Oyó sonar el timbre de la puerta y, con un esfuerzo supremo que la dejó para el arrastre, se levantó y fue a ver quién era. Era el mensajero. Le plantó un autógrafo desganado, un simulacro de número de deneí y un gruñido de despedida congelada que le quitó de en medio en un pispás. A continuación, dejó el paquete encima de la mesa del salón y se dirigió a la cocina. Allí preparó comida para todos los gatos del vecindario, a los que ya podía oír claramente peleándose por un puesto preferente en la puerta que da al jardín. Abrió la puerta y les puso los cacharros con comida en el sitio de siempre notando sus suaves roces de agradecimiento junto a sus maullidos de apremio. Les dejó dando buena cuenta del banquete y volvió a entrar en la cocina. Hacía fresco y se estaba levantando un aire desapacible. Un estremecimiento recorrió inesperadamente su espalda como si la hubiera atravesado alguno de sus viejos fantasmas. Eso, sin saber a qué santo venía, le recordó a su madre, con la que había discutido hacía poco, cuando le propuso volver a casa durante unos días para reponerse porque la encontró muy delgada la última vez que se vieron. Por supuesto, ella se negó en redondo con vehemencia: “¡una tía independiente y autosuficiente como yo!, ¡pues estaríamos apañados si cada vez que estornudo tuviera que volver a Florencia!, ¡anda, anda, mi madre, cómo se pasa!”.
Se calentó en el microondas un poco de leche en un tazón y añadió un puñado de cereales para poder decirse a sí misma que había cenado. Tenía pendientes algunos temas, entre ellos su colaboración en Periodismo Original, pero aquella tarde no le apetecía calentarse la cabeza con nada ni quería darle más vueltas a los problemas acumulados. Se sentó de cualquier manera en una silla y se fue tomando los cereales con desgana y una ligera sensación de mareo.

Cuando despertó en una habitación de hospital, pensaba que estaba en su casa a la mañana siguiente. Quiso levantarse para dar de comer a los gatos, pero se dio cuenta, perpleja, de que un fino tubo, que bajaba de una bolsa de suero colgada de un palo gotero, se lo impedía. Se abrió la puerta y entró una enfermera, amiga suya.

-¿Cómo estás?
-Bien, pero, ¿qué hago aquí?
-Te mareaste y te caíste al suelo. Te encontró tu vecina cuando fue a ver qué les pasaba a los gatos que no paraban de liar un escándalo en la puerta de la cocina. Tuvo que saltar la valla y por poco se dobla un tobillo. Se asustó mucho. Ya la conoces.
-Y, ¿qué me pasa?, ¿es grave?
-No. No te preocupes. Te hemos hecho análisis y algunas pruebas y sólo das un poco de anemia. Te vamos a poner un tratamiento para que lo sigas en tu casa y, si todo va bien, creo que te darán el alta mañana mismo. Ahora vendrá el médico y te lo explicará mejor, en cuanto termine de hablar con tu madre.
-¡Mi madre está aquí!
-Sí, creo que cogió un avión de madrugada. Prepárate porque me da la sensación de que viene para quedarse unos días a cuidarte, te pongas como te pongas. Yo te aviso, ¿eh?
-¡Vaya por Dios!, ¡pues sí que la hemos hecho buena!
-Anda, anda, no te pongas así, que no te viene bien y resígnate que podía haber sido …

En ese momento entró su madre con el médico charlando animadamente.

-¡Hija mía!, ¡Si ya te lo venía diciendo yo hace meses! ¿Cómo te encuentras ahora?
-Pero mamá, escucha …
-Nada, nada, hijita, ya está todo hablado y resuelto, ¿verdad, doctor? Me quedo unas semanas o meses, lo que haga falta, y tú te portas como una niña buena y te tomas todas las medicinas que te manden para que te recuperes como Dios manda. Si es que te lo tengo dicho, pero tú no me haces caso. No comes bien, no duermes bien, no descansas, ¿verdad, doctor?
-Pero, mamá …
-Ahora vamos a dejarte tranquila y si mañana estás mejor, te damos el alta, ¿verdad, doctor? Tú no te preocupes de nada, que yo me encargo de todo. Hasta luego, cariño, ¿verdad, doctor?

Salió de la habitación dirigiendo muy suavemente al joven doctor hacia fuera por el brazo mientras la enfermera salía también, sonriendo y lanzándole un cantarín:

-Hasta luego … cariiiño …

Beatriz se quedó un momento mirando al techo y exhaló un suspiro de resignación. Después de todo, podía haber sido aún peor. Aunque lo peor eran los meses que tenía por delante con su madre en casa. Se consoló pensando que era el precio periódico de la independencia y que … a la casa no le vendría nada mal que un cierto vendaval maternofilial la renovara. Y a ella tampoco.

Javier Auserd.

El nevazo de la tía Cirila.

El nevazo de la tía Cirila. Eran blanquecinas, de aspecto algodonoso, suave, como empujadas por la mano grande del Genio de las Montañas; agrupaditas en racimones, ocupando poco a poco todo lo visible desde la parte más alta del pueblo y aun mucho más allá, por detrás de la Covacha, por detrás de los barrancos, de los desfiladeros, murallones, gargantas, trochas, cañadas de más arriba; por encima de los picos, tras el otro lado de la sierra, emergiendo como la espuma inmensa de la ola de un mar inexistente. El mar que está tan lejos, ni puñetera falta que hace.
- Aquí nos apañamos bien sin él desde antes que mi tatarabuelo fuera monaguillo, ¡no te jode!
- El mar para los pulpos y para los cangrejos (de mar, claro), aquí ni puñetera falta que hace.
- Y para las tías que enseñan la pechuga a los palomos, ¡no te joroba!
- El mar, el mar, ¡valiente mamarrachada!
Fueron llenando el cielo como inofensivos gurriatones de bordes grises con remates negros; comiéndose el azul, subieron la ladera majestuosas, tozudas, mansurronas. Y se instalaron ocupando el aire. Así es que, cuando tío Remigio se quiso dar cuenta, todo el mundo se le había adelantado en la sentencia: "Va a nevar antes de media tarde".
Antes de media tarde nevaba. Tía Eduvigis le había dicho a su nuera (la pobre, tan delicada ella, como que era de capital la criaturita y andaba reponiéndose del hígado en el pueblo): "Lauri, hija, voy en cá tía Cirila antes de que caiga, que está con la rodilla y no se puede menear la mujer. Voy a llevarle un bollo pá sopas. Tu no te muevas y cuando venga mi Ulogio lo atalantas. Que se coma las puches y luego si se quiere ir pál bar que arregle antes los plomos, que saltaron anoche".
- Descuide, abuela, que yo se lo digo - contestó Laura.
Al principio era un agüilla llena de puntitos dispersos que no daban ningún respeto, hasta el punto de chotearse Andresín del pregonero:
- ¡Cuñao!, anda que ... con que un nevazo de mil pares de galeras, ¿eh?, con que una tupa a nevar que vá’ber que salir por las bujardas, ¿eh? ¡Buena tupa llevarías tu cuando cantabas!
Y el pregonero rezongaba por lo bajo, las manos en la estufa, moviendo la cabeza al ritmo de las botas:
- Tu ríte, ríte, que verás quién te vá’sacar la Golosa de los Navazuelos, mamonazo, Ríte, ríte, cá’mí el nevazo me coje avisao.
Los hombres iban desapareciendo del bar de en medio cuando tía Eduvigis subía la calle arriba a ver de su prima en la casa de por cima del horno. Llevaba un paso ligero, nervioso, de gorrioncillo brincador por entre las piedras resbaladizas que empezaban a blanquear a pasos ya agigantados para entonces. Franqueada la portera, traspasó el corralón en el justo momento en que arreciaban los copos.
- Si más que copos parecen copones! - decía Manolito con la cara pegada a los cristales del bar.
Las amarillentas y escasas bombillas del alumbrado público eran ánimas perdidas entre la cortina de nieve que ya caía a eso de las seis menos cuarto desde un cielo invisible, desaparecido e inquieto. Mientras, tía Eduvigis, cerrando la puerta, se quitaba el pañuelo sacudiéndose los cabellos y dejaba el capazo encima de la mesa.
- ¡Válgame Dios, Teresina!, ¡qué nevazo cae, pero qué nevazo! ¡Ave María purísima y todos los santos del cielo con los ángeles y arcángeles y toda la corte celestial! ¡Virgen santísima del Espino, ten misericordia de nosotros, amén, Jesús! ¡Qué nevazo, pero qué nevazo más burro! - y no paraba de hacerse cruces, al tiempo que se secaba la frente con la otra mano.
Una tanda de muchachos a los que la tormenta había pillado por el barrio de abajo, desembocaba en el Pilar como una estampida triunfal y luminosa de destellos brillantes, de redondas palomas volando de Toño a Daniel, de Raúl a Mario, como vertiginosas gaviotas vestidas de comedia para ser estrellas, princesas, primadonnas, por el poder infantil que les da vida durante un siglo mágico colgado del espacio, a mitad de camino entre la cabaña hechizada del bosque de abedules y la luz del otro lado de la luna. Y cuando el encantamiento se evapora, los duendes retroceden brincando sobre las calles cubiertas por medio metro de nieve arrojado por un vendaval que cierra a ojos vista.
El pueblo no tenía boticario desde que don Anselmo muriera de repente un octubre al poco de bajar de su diaria partida de dominó con el cura, postrado hacía ya tres meses con las maltas, porque a ninguno de sus hijos les dio por el oficio y como el de boticario no era cargo oficial ... nadie lo siguió. Además, con tía Olegaria para los huesos, tía Jesusa para las yerbas y la farmacia del pueblo cercano, tenían de sobra. Había, eso sí, médico repartido (con el tiempo habría uno fijo) y dos maestros que atendían las escuelas, aparte de un bibliotecario para la vasta y completa biblioteca donada por el rey (porque iba mucho a cazar) e inaugurada durante la República, dependiente ahora de una dirección general. También había, como es lógico, un cartero y una telefonista que atendía con el aparato, desde el salón de su casa, la entonces pequeña demanda de servicio; un alguacil y un pregonero.
No había, en cambio, enterrador. No por superstición ni zarandajas semejantes; la cosa era que ni durante la guerra hubo allí muerto alguno. Los dos bandos se quedaron a las puertas del pueblo sin llegar a tomarlo en combate. Terminada la guerra, los falangistas entraron en el Ayuntamiento, tomaron posesión en nombre de un tal "generalísmo" de los Ejércitos y de una gloriosa revolución nacional-sindicalista y, ante la ausencia de denuncias, se limitaron a adivinar, a boleo, quiénes podían ser los peligrosos rojos, con rabos y cuernos, para darles el paseíllo. Pero cuando los iban a fusilar contra la tapia del cementerio viejo, se plantó delante el párroco gritando que allí no se mataba a ningún cristiano como no fuese por encima de su cadáver. De modo que les encargaron la construcción del camino de la ermita que era la única iglesia del pueblo, lo cual resultó una fiesta porque los chiquillos les enredaban la tarea con bollos y vino dulce hasta que, por fin, estuvo terminado y pudieron volver a sus faenas cotidianas. Ni que decir tiene que aquél honrado sacerdote no vio terminada la obra. Pronto fue sustituido por otro, pistola al cinto, famoso por sus intemperancias y locuras, convertido enseguida en el hazmerreír de las buenas gentes a pesar de la inevitable pequeña corte de incondicionales beatas.
Tampoco existía cuartelillo. Así es que, únicamente de Pascuas a Ramos se avistaban tricornios en la Casa Consistorial, bajados del pueblo vecino cuando era menester, que era casi nunca.
Tan sólo un forastero refugiado durante la contienda, oficialmente sobrino del rey, que ejerció como alcalde en los primeros meses de postguerra, se suicidó en el huerto del tío Crisanto, ahorcándose de un manzano, al atardecer. Pero los más viejos del lugar tenían que tomarse más de veinte chatos seguidos antes de poder recordar un sólo muerto propio y todos lo habían sido de muerte natural.
Estaban, pues, sus habitantes contentos del hecho, al que atribuían un origen divino y milagroso por mediación de la Santa Patrona local, quien, a través de un cura visionario de principios de los años treinta, había anunciado que ni en guerras ni en tormentas sucedería mal alguno, por causa directa de ambas catástrofes, a todo aquél que se hallara dentro del recinto formado por una serie de pequeñas cruces de piedra que rodean el pueblo, cuatro de las cuales señalan cada uno de los puntos cardinales. Esas cuatro cruces estaban situadas siguiendo un orden místico estratégico. La del norte, en el pantano, por encima de la iglesia de arriba, que en su origen fue ermita. La del este, hoy desaparecida, en la Ladera. En los Grijuelos la sur. Y la del oeste en los Linares, también hoy ya inexistente. La segunda profecía alude a que ningún devoto de la Virgen sufriría daño alguno si, ante un grave peligro, se encomienda a ella con fervor.
La misma tarde del temporal, una hija de don Anselmo el boticario, santera de la ermita, vio desde la puerta de su casa a cinco o seis lobos de ojos llameantes y torvos, gruñendo de frío bajo el portalón de la iglesia. Sin aspavientos ni sobresaltos, entró tía Adelfa y le comentó a su marido:
- ¡Válgame Dios, Manolo!, qué nevazo estará cayendo, que hasta los lobos se refugian bajo techo esta noche.
Y, a continuación, siguió preparando la cena como si tal cosa.

Tanto arreciaba la ventisca, que tía Eduvigis, temerosa de no poder regresar a su casa, una vez hecha la sopa a su prima y dadas las instrucciones precisas a Teresina, se lió el pañuelo a la cabeza y, agarrando nerviosamente el cesto por el brazo, se dispuso a salir, abriendo con gran dificultad la puerta. Pero la avalancha de nieve que se le vino encima y que tapaba la entrada casi por completo, le hizo desistir del empeño. Con un susto de muerte, volvió a cerrar como pudo y, tratando de no asustar a tía Cirila, subió al piso de arriba para ver mejor la situación de la calle desde una de las ventanas superiores. Y lo que vio, además de confirmarle sus temores, tuvo la virtud tranquilizante de hacerle entender la fatalidad inexorable de su suerte. Resignada, bajó las escaleras y, con ayuda de la muchacha que cuidaba a su prima, avivar el fuego de la chimenea y sentarse a rezar frente a la lumbre.
Serían más de las once cuando un ruido ensordecedor, como un gran trueno prolongado y retumbante, despertó a todo el pueblo. No se habían apagado aún los ecos del estruendo y ya unos diez hombres de las casas más cercanas se abrían paso con palas y azadas alumbrando la noche con candiles para ver, entre metro y medio de nieve, el origen de la alarma. Ante ellos, como un enorme animal agonizante, yacía la capilla de abajo aplastada por el peso de una mano blanca: la mano gigantesca del Señor de la Montaña. En el azulado resplandor de un manto de azuzenas, con un cielo ahora raso cuajado de luciérnagas y migas de leche colgadas del cénit infinito, los sobrecogidos testigos comprendieron el poder ancestral de las Fuerzas Antiguas, la voz inmensa de los movimientos que formaron el mundo y se sintieron solos en el universo, como los primeros seres del planeta en los que una chispa semejante desencadenó el mecanismo dormido de sus corazones que les separó definitivamente de su vida anterior para construir sueños endebles de piedra y celofán que la Naturaleza tiraba, tarde o temprano, por los suelos.
Hubieran querido agarrarse a algo, tener la ciega fe de los cruzados o la macabra seguridad de los inquisidores, ser parte del lado más feroz de la brutalidad humana, para no estar tan indefensos, para no ser el asombrado desconcierto de la sombra temblorosa de un pájaro de humo huyendo de las llamas.
A la mañana siguiente los muchachos no tuvieron escuela. No sólo por lo de la capilla, ni siquiera por la nieve que muchas otras veces habían atravesado por los senderos abiertos por los hombres a golpes de pala y azadón hasta el colegio, sino porque todo el pueblo asistió al entierro.
A tía Eduvigis le asaltó el primer presagio cuando, al despertar por el estruendo de la capilla desplomándose como papel de fumar contra la nieve, pensó que algún encantamiento misterioso había partido en dos la Sierra entera para que las vacas del cielo pasaran a pastar al otro lado. Pero entonces aún respiraba con normalidad, de modo que la arropó con cuidado y echó otro vistazo a la calle. La lumbre se había consumido casi por completo dejando unas brasas fascinantes y acogedoras de colores limón y carmesí que aprovechó poniéndose una manta por encima y sentándose frente a ellas en la butaca de mimbre que tanto le gustaba de casa de su prima. Durante el segundo aviso, no sabría precisar si fue despierta o dormida, se le apareció un ángel. De la difusa y rojiza claridad de las ascuas se formaba, perezosa, una neblina de cuyas partes laterales surgían dos figuras simétricas tan nítidas y deslumbrantes como las vidrieras de la Catedral que tía Eduvigis había visitado en un viaje de pesadilla entre el mareo y la taquicardia a que su hijo Román la sometiera por pura cabezonada hacía ya muchos años. Entonces, cuando el reloj de pared, regalo de tío Sebastián, daba las cinco (¿o fueron las siete en esos mágicos momentos de estupor?) como siempre a las y veintes, los niños se juntaron en una dulce muchacha que le dijo: "Mamá, mamá, acabo de ver a tía por los pasillos del Río". "¿Del río, hija? - recuerda tía Eduvigis que alcanzó a responderle -  ¡pero si eso queda detrás del puerto del Pico!". "¡Qué tonterías me pasan cuando nieva!", pensó la mujer, desconcertada, sacudiendo la cabeza mientras, levantándose de la butaca, subías las escaleras a ver otra vez de su hermana Sinforosa (¿o era su abuela?, ¿su sobrina?,  ¿su nuera? ... ¿quién demonios estaba en la cama de arriba?). Al doblar una esquina del pasillo, tuvo tía Eduvigis la tercera señal: alguien habla en el cuarto de su bisabuelo nunca abierto desde que se fuera a comprar tabaco una mañana en la que desapareció sin dejar rastro para siempre jamás. Sí, sí, estaba segura. Acercó el oído a la puerta en el preciso momento en el que alguien gritó del otro lado.
Se habían puesto el traje de los domingos y las mujeres el luto de sus abuelas para acompañar a tía Cirila a su última habitación al abrigo de los vientos y de los sinsabores.
No hubo desgarros ni crispaciones, salvo los aislados suspiros de algunas ancianas de su quinta que se veían a sí mismas en el lugar de la difunta y les daba rabia esta vida puñetera que te sacude el zambombazo mientras los dioses llenan los pueblos de montaña con algodón recién seleccionado ("¡Señor, Señor, qué cruz!, ¡qué vida ésta!, ¡qué amarga, qué triste, arrastrada existencia!, ¡qué maldición cruel nos fabricaste!". "Ten misericordia de nosotros, tus inmisericordes hijos, pecadores del diablo. Amén, Jesús!").
Las niñas iban a un lado y los niños al otro, formando anárquicas hileras, con un ramo nervioso de yerbajos silvestres en la mano, cantando capitaneados por los maestros, detrás de las autoridades y del féretro precedido por el cura y los monaguillos en traje de ceremonia. Cerraba la comitiva el pueblo entero serpenteando por la carretera, ya limpia de nieve, hasta la iglesia de arriba donde sería la misa de corpore in sepulto para, después, inaugurar el cementerio nuevo en Mesegosillo.
Un cielo de postal mediterránea, un vientecillo isleño, un sol de "véngase páhpaña, míster, pá colorear su rostro pálido, madame", rasgaban las arrugas, la piel atormentada de aquellos feroces navegantes del centro del planeta, de aquellas tribus ancestrales, de aquellos ex-guerreros de tiempos más sencillos que han ido a despedir a tía Cirila mientras lían un cigarro y mueven la cabeza mirando al mar, mirando allá por donde aparecieron los primeros nubarrones blancos, suaves y ligeros, como empujados por la mano grande del Genio de la Sierra.
Madrid, 7 de marzo de 1.983.