Pisar cristales (Batallita en un acto).
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Era un edificio anejo al colegio, separado de la parroquia por un callejón cerrado por una puerta metálica por donde, seguramente accedían los camiones de reparto del carbón para las calderas de la calefacción del colegio o de los alimentos para las cocinas de la comunidad de curas de la iglesia y del convento de monjas que daba a la calle de atrás.
Pasábamos por delante de él casi todas las tardes al volver de clase, porque era el camino más largo y nos entreteníamos jugando mientras regresábamos a casa para la merienda. Tendríamos nueve o diez años porque ya íbamos al instituto y, en aquellos años, los niños en Madrid íbamos y veníamos solos al colegio y al instituto sin más problemas que algún que otro desollamiento de rodillas por trepar a los escombros de las casas derrumbadas de la guerra en los descampados que salpicaban los bloques de viviendas que se iban levantando con pasmosa lentitud durante largos intervalos de tiempo. Habían pasado más de veinte años desde el fin de la guerra, pero en nuestro barrio se conservaban las ruinas de sus desastres gracias al lento pantano de la autarquía y a que del Plan Marshall apenas había llegado la leche en polvo de los recreos, unos cinco años antes, ni siquiera el queso.
Quizá lo hubiéramos visto hacía días, pero, por alguna razón que no recuerdo, aún no le habíamos dado importancia. El caso es que alguno de nosotros dio la voz de alarma: todos los cristales de la puerta del edificio, que estaba pegada a la puerta metálica del callejón que separaba (o unía) aquél ala abandonada del colegio con la iglesia, estaban rotos en el suelo. Y también los de todas las ventanas de las dos plantas. Pero lo chocante consistía en que todos estaban dentro del edificio, en la entrada: por dentro, ninguno fuera: en la calle. ¡Ostras Pedrín! Aquél misterio bien merecía ser explorado aunque nos costara alguna bronca por tardar más de la cuenta y llegar un poco tarde al pan con chocolate oyendo las radionovelas y empezar luego los deberes de clase.
De modo que, reuniendo un valor que no teníamos y con mil y una precauciones (o lo que a esas edades se tiene por tales), cartera en ristre y zapatos de Segarra por delante, nos adentramos a través de las tentadoras aberturas de la cerrada puerta de hierro pisando cristales.
Quien haya vivido una experiencia semejante sabrá lo que quiero decir cuando digo que la sensación que deja en el estómago y en la garganta pisar cristales es algo inolvidable. Porque no me refiero a unos pocos cristales esparcidos irregularmente por una superficie grande, sino a toda una entrada pequeña sembrada por completo de cristales puntiagudos, resbaladizos y crujientes, incluidos los primeros escalones de una escalera que bajaba hacia un sótano y subía a la planta superior.
Hay cosas que sólo se hacen con nueve o diez años y todos los ángeles de la guarda haciendo horas extra.
Con que, ni cortos, ni perezosos (aunque algunos un poco remolones), nos internamos en aquella superficie móvil, cortante y peligrosa, que me pone ahora los pelos de punta recordar, y fuimos bajando (eso sí) muy despacio los escalones para ver a dónde conducían. En el primer rellano, había muchos menos cristales, pero los que llevábamos clavados en las suelas chirriaban contra el suelo produciéndonos dentera. Anochecía a esas horas de la tarde de un frío febrero y la poca luz que entraba disminuía a ojos vista a medida que seguíamos bajando.
El viento silbaba en la calle gris, y se colaba por la puerta y por las ventanas sin cristales de las dos plantas del edificio, arrancando lúgubres aullidos entre las galerías sembradas de los vidrios apedreados por gamberros a quienes, probablemente, conocíamos de vista.
Seguíamos bajando, a cámara lenta, con toda la calma de la que éramos capaces y un nudo en la garganta que amortiguaba el castañeteo incontrolado de los dientes, o quizás eran nuestras anginas inflamadas las que estábamos mordiendo. El caso es que, fuera lo que fuese, no he vuelto a conocer nunca una tropa más silenciosa y disciplinada que la de aquellos cinco chavalitos de nueve y diez años que nos estábamos jugando el tipo en una aventura de tres pares porque una de las principales reglas de oro no escritas del código del honor de los machotes de nuestros tiempos era no ser un cobarde, gallina, capitán de las sardinas ni un mariquita de mierda (por ese orden).
Así es que, con estos mimbres (y las carteras de clase) bajo el brazo, seguimos nuestro recorrido hacia las profundidades del edificio fantasma y lapidado que estábamos explorando cuando, de pronto, oímos unos ruidos extraños que nos hicieron parar en seco y apoyar nuestras espaldas contra la pared porque, según lo que he creído ir aprendiendo luego, la primera reacción instintiva de los mamíferos es cubrirnos las espaldas por si lo peor viene por detrás. En este caso, venía de abajo, de algún punto, difícil de precisar, del fondo de la escalera y consistía en unos golpes, arañazos y voces que nos pusieron las pupilas y las amígdalas por las nubes.
Después de la primera parálisis, algo había que hacer para resolver la situación porque las voces y los ruidos se nos antojaban cada vez más cercanos y amenazantes. Y quien primero lo hizo fue Antoñito, rompiendo la formación y subiendo las escaleras, que tanta concentración y silencio nos había costado bajar, gritando despavorido y saliendo a la calle. Aquello fue el sálvese quien pueda más caótico que he visto nunca y, sin necesidad de ponernos de acuerdo, nos dispersamos hacia nuestras casas cercanas como almas en pena que lleva el diablo.
Yo no sé aún bien cómo lo hice, pero recuerdo que salí al aire libre como en volandas y con la impresión de que las voces nos perseguían. No recuerdo los escalones, ni el rellano sembrado de cristales que resbalaban, ni los huecos astillados de la puerta de hierro por la que apenas cabíamos. Eso explicaría que, al poco rato nos encontráramos con nuestras familias en la casa de socorro del barrio con varios cortes en las manos, en las piernas, en la cabeza y en los abrigos y trencas desgarrados, eso sí, manteniendo el tipo como los machotes que éramos, sin desvelar el secreto de aquellos cortes misteriosos, mascullando con laconismo militar que nos los habíamos hecho jugando por ahí y, sobre todo, sobre todo, sin derramar una sóla lágrima a pesar de los bofetones y de los capones de rigor que, todo hay que decirlo, fueron más preceptivos que fuertes porque todo el mundo entendía que ya llevábamos bastante encima.
Pasó el tiempo. Cumplimos los castigos. Antoñito recibió su merecido, por provocar la desbandada, a través del dola, tabaca y lique y la vida siguió su curso, con temas más leves y más graves, como si nada hubiera pasado.
Pensándolo luego muchas veces, lo más plausible que se nos ocurrió es que se tratara de trabajadores arreglando algo en el sótano o llenando de carbón la caldera o de frailes o de curas colocando algún almacén subterráneo o, incluso, la más descabellada e imaginativa idea (aunque por otro lado nada desdeñable) de que fueran poceros arreglando algo en las alcantarillas. No lo sé y la vida después me llevó lejos por lo que tampoco sé si mis compañeros de aventura consiguieron averiguarlo. Pero lo que no podré olvidar nunca desde entonces es el inestable hormigueo que produce en el estómago y en la garganta pisar cristales.
Javier Auserd.
4 comentarios
Dinosaurio -
marian -
bien escrito
Dinosaurio -
Besos.
Gatopardo -