Aventuras Caseras Asociadas, presenta: Capítulo XIII.
Uno.
Cada vez que iba a ver a Benicio y podíamos hablar porque no estaba en el “módulo de reflexión” (¡qué graciosos son los ricos!), se acordaba de mí y de toda mi familia. “¡Porque yo no puedo soportar más esto! ¡Porque me están matando despacio! ¡Porque la culpa es tuya que me has traído a este antro! ¡Hermana! ¡Hermana, quite a este engendro de mi vista! ¡Ahora mismo!”. Y yo, que si “Cálmate Ben, que te vuelven al módulo”. Y él, que si “¡Prefiero la muerte que seguir aquí! ¡Un caballero legionario como yo! ¡Qué diría mi capitán si me viera rezar el rosario todas las tardes! ¡Eres un canalla (y cosas peores que no digo porque me quitan el yogur de melocotón que es lo que más me gusta)!”. Y así sucesivamente.
¡Hombre!, de antemano, ya no contaba yo con su agradecimiento y, al principio, hasta le comprendía y “¡Pobre Ben!” para arriba y “¡Pobre Ben!” para abajo. Pero una cosa es una cosa y otra cosa era eso. Y en vista de que no se le pasaba la perra, empecé a mosquearme. Aunque me dio igual. Le tuve que dejar por imposible, cantando a voz en grito: “La cabra, la cabra …” a punto de recibir otra inyección adicional de Valium por cuenta de la casa para que dejara de alborotar al personal y de cantar “canciones indecorosas”.
Instintivamente espacié las visitas porque me resultaba desagradable sentirme culpable por haberle metido allí aunque hubiera sido para protegerle a él y a sus vecinos de sí mismo y de sus agresivos delirium tremens. Le contaba cuando iba (y no era del todo incierto) que volvía a tener mucho trabajo y andaba muy liado de acá para allá con un montón de casos farragosos. Él me miraba de través con cara de no chuparse el dedo y de no tragarse la bola y torcía la cara como diciendo: “¡Buah, menuda carioca que me estás contando! ¡Anda ya, chaval! ¡Vete a SEPU! ¡A hasé pu … ñetas y déjame en paz, so capullo, que bastante tengo con terminar mis días aquí encerrado!”.
Y terminó. Terminó una bochornosa tarde de julio mientras intentaba saltar el muro con la valla metálica electrificada de la clínica y una descarga le tuvo un buen rato transfiriendo su mortífera potencia contra su desgastado cuerpecillo y luego le escupió unos treinta metros atrás hacia el jardín donde se golpeó contra un árbol y terminó de rematar la faena. En Estados Unidos, aquello habría sido materia para un bonito pleito con su multimillonaria indemnización y todo, pero aquí, entre que no tenía familia y el poderío de la Fundación que está detrás de la ilegal valla electrificada de la clínica mental privada esa, igual le tocaba poner dinero al guapo que se hubiera atrevido con semejante hueso. Eso sí, se abrieron diligencias y, casi inmediatamente, se archivaron. ¡Pobre Ben! Que me perdone por el chiste fácil y grosero cuando nos volvamos a encontrar en el infierno, pero … me temo que terminó un poco … quemado.
Dos.
Estaba terminando de cenar en el restaurante de Lola cuando se acercó mi amigo Miguel, que es de una Asociación de Recuperación de la Memoria Histórica. Me había encargado una investigación que necesitaban y a la que no les dejaban acceder, se sentó y le dije cómo iba. Me contó lo del japonés que viene desde su país a asistir a las exhumaciones y que ha salido en el periódico. El japonés llora cuando ve las caras de los familiares y no puede entender, por más que lo intente, cómo hemos tardado cerca de 70 años en empezar a hacer lo que teníamos que haber hecho (y ellos lo hicieron) en seguida o, al menos, justo después de morir Franco que lo impedía.
-Yo tampoco puedo entenderlo – me decía Miguel – Se han acumulado miles de circunstancias, sí. Pero ¿qué hemos hecho y no hecho para dejar que se acumularan? – se escandaliza Miguel - ¿Es que somos unos monstruos inhumanos?, ¿o es que somos unos vagos indiferentes?, ¿o es que somos unos cornudos apaleados? No sé lo que somos, en cualquier caso nada bueno ni normal. Por eso, no descansaremos hasta que nuestros antepasados descansen como Dios manda.
-Es un tema muy doloroso –dije -. Pero, desde luego, más doloroso es seguir dejándolo todo como estaba. Tanta desidia ha sido escandalosa.
-Un pueblo no puede considerarse civilizado si no ha dado buena sepultura a sus muertos para que descansen en paz, independientemente de los motivos por los que murieran. Quienes hablan de revancha o de sus muertos, que llevan 70 años descansando como es debido, son unos revanchistas y unos canallas sin vergüenza y sin alma. No quiero alborotarme. Aquello pasó y se acabó. No queremos ni debemos removerlo, debemos perdonar. Pero la actitud y los insultos de algunos vivos ahora mismo son un delito que se debiera castigar con algún año de cárcel, para obligarles a respetar a los muertos, ya que su falsa fe no lo consigue.
Miguel es católico practicante y aún tiene fe. Yo le admiro de todo corazón porque no consigo comprenderle y me parece una proeza inaudita que su fe sea tan fuerte que resista todo lo que resiste. Él dice que es como una lotería, para quitarle importancia, que te toca o no te toca, así, como quien no quiere la cosa. O también lo compara con una gripe o un catarro. Que no tiene más misterio, dice, que cualquier otro asunto de la vida. Yo creo que tiene que haber algo más, mucho más y que eso de la fe es un misterio más profundo que el de la Santísima Trinidad y que tiene mucho mérito conservarla en medio de la que está cayendo. Y, para mí, lo más impresionante de todo es que aún tiene fe en que la Iglesia católica va a ser capaz de rectificar sus errores y los padecimientos y crueldades que ha producido tanto individual como colectivamente a lo largo de la Historia y volverá a la senda del bien. Eso sí que es una fe ciega … sorda, muda y todo lo que podamos imaginar.
Tres.
Estaba tecleando en el ordenador de mi despacho. Anochecía y por la ventana abierta con la persiana bajada por el último sol del día, se colaban los ruidos de la calle como una banda sonora de fondo. De repente, un silbido se destacó y se repitió varias veces: “Fiu-fiu, fiu-fiu”.
“No puede ser”, pensé extrañado, “Es absurdo. No puede ser, pero … así es como yo llamaba a Leo: Fiu-fiu, fiu-fiu. No bis-bis, bis-bis, ni michi-michi”.
Como no me concentraba y el silbido seguía, me levanté, me acerqué a la ventana y miré, pero no vi nada. Me fui a la ventana de la sala de espera y apenas alcancé a ver a un tipo moreno de unos treinta y ocho, cuarenta, entrando con un perro mediano en el portal de enfrente. Se acabó el silbido y volví a la faena. Era un informe farragoso que me llevó aún otras dos horas todavía, de modo que me olvidé del asunto.
A la tarde siguiente lo mismo y tampoco pude localizar quien era. Sólo pude entrever otra vez al hombre tirando del perro negro de la tarde anterior. No entendía qué podía tener que ver un tío con perro con alguien llamando a los gatos, pero supuse que sería Evangelina que les solía echar las sobras y que el tipo que yo veía entrando en el portal de enfrente con el perro no tenía nada que ver.
Lo que más complica un sistema tan complejo como la vida yo creo que es que la casualidad también existe y que no se sabe de antemano cuándo interviene y cuándo no.
Dejé de prestarle atención al tema cuando otra tarde, al poco del entierro de Benicio, me cruzo con Evangelina y me dice:
-¡Pobrecillo!
-Sí, pobre … pero … ¡si usted no le conocía!
-¿A quién?
-¿A quién le dice usted “pobrecillo”, a Benicio?
-¿Le llamaba usted así?
-¿A Benicio? ¡Pues claro! ¿Cómo quiere que le llamara?
-¡Pues Minino! ¿Cómo quiere que le llamara yo?
-A ver, a ver, Evangelina, usted ¿de quién me está hablando?
-Pues del gato Minino, que se ha muerto. ¿De quién quiere usted que le hable? Ahora, si usted le llamaba Benicio … ¡vaya un nombre más feo para un gato!
-¡Acabáramos, Evangelina! Y ¿cómo ha sido?
-Pues anoche, Martín. Dicen que un perro. Hay ahora gente muy rara por aquí, Martín, muy rara.
-Pero, Evangelina, los perros no son gente rara. Son uno de los muchos peligros para los gatos, sí, pero …
-¡Martiiín! ¡Parece usted tonto, hombre, ya! Me refiero a que hay gente nueva rara en el barrio. ¡Y con perros!
-¡Ah! ¡Vaya!
-Sí, vaya, vaya usted a hacer … sus cosas, que no se entera de nada. ¡Vaya agente de seguros que está usted hecho!
-Hasta luego, Evangelina. No se enfade usted.
-¡Brrrrr!
Entonces, empecé a ocuparme del tema en mis escasos ratos libres con los cubos de basura, centro improvisado de reunión de los gatos, como eje básico de la investigación. Al principio, pude averiguar muy poco. Apenas que el tipo llegaba aproximadamente sobre la misma hora (a eso de las 22) de dar un paseo al perro, que al acercarse donde los cubos silbaba a algo o a alguien y, como no venia nadie, seguía como si tal cosa. Pero luego, una noche (a eso de las 12:10), le vi salir de nuevo con el perro y merodear más a fondo alrededor de los cubos. Los gatos suelen ser muy desconfiados y prevenidos, pero siempre hay alguno que se despista o se entretiene un segundo o que no calibra bien el peligro o que le pierde la curiosidad o que le da por confiarse demasiado y eso lo paga con la vida sin agotar las otras seis míticas que dicen que tienen o con un buen susto. Eso estuvo a punto de volver a pasar esa noche y el gato, que se libró de milagro, dejó un maullido aterrador y un considerable trozo de rabo entre las poderosas fauces de un perro que parecía tranquilo y actuó azuzado por su amo en una especie de entrenamiento sin pies ni cabeza que no parecía tener un objeto definido. Estuve a punto de intervenir contra él pero me frené en el último segundo porque intuía que había algo más que un cabronazo matagatos detrás de aquel sinsentido y quería saber lo que era.
De modo que seguí al individuo y su mascota en su paseo nocturno y vi que llegaron a una placita cercana donde, disimulando, se puso a rondar un portal que me resultaba conocido y no conseguía saber de qué. Al poco, salió una mujer con una bolsa de basura mirando a todos lados y, al ver al perro y a su dueño, se asustó. El hombre se acercó a tranquilizarla solícito con el típico: “Si no hace nada. No se asuste. Es muy bueno y tranquilo. No se preocupe …”, intentando iniciar una conversación mientras sujetaba al perro con grandes aspavientos, pero la mujer, sin decir nada, tiró la bolsa de la basura, entró al portal y subió corriendo las escaleras mirando para atrás de vez en cuando. El hombre le dijo a su perro a carcajadas: “¡Qué desconfiada, ¿verdad, Bronco?! ¡Qué tía, ni que fuéramos a comérnosla, ¿verdad bonito?! A ti te gustan más los gatos. Esa … igual es Manoli, una de la casa”. Y después de reírse un buen rato, se volvieron a su portal.
Esa noche no, pero al día siguiente, por la tarde y con luz le hice una foto con la cámara del móvil lo más subrepticiamente que pude y luego la aclaré en el ordenador a base de Photo Editor y se la mandé por correo electrónico a mi amigo Marcial, de la Oficina Central del D.N.I. a ver qué me podía contar del elemento en cuestión.
Muchas veces cosas que llevas horas y horas dándolas vueltas en tu cabeza como en un centrifugado interminable, se aclaran de repente de la forma más tonta. Una mañana, después de despachar unos asuntos en la Junta de Distrito, me dice Merche, la que lleva el tema de las mujeres maltratadas: “Martín, ¿tienes un rato libre ahora?”. Miré la hora y le dije: “Bueno, digamos que podemos tomar un café, si quieres”. “Suficiente”, contestó. “Es que quiero que me acompañes, si puedes, a la casa de acogida porque se ha roto una reja de la ventana del patio y están las mujeres muy mosqueadas y, antes de que la reparen, quiero que me des tu opinión. Además está al lado de tu despacho”. “Vale, pues vamos”, le dije.
Llegamos dando un corto paseo y, de golpe, ¡zas!: el portal que tanto me sonaba de la plaza de la escena de la otra noche era … donde estaba la supuestamente secreta casa de acogida de mujeres maltratadas del distrito. “¡Acabáramos!”, me dije dándome un manotazo mental en mi dura cabezota (porque desde lo del desprendimiento de retina ya no me los daba de verdad), “¡Así me sonaba tanto!”. Revisé los barrotes de la reja de la ventana del patio y le dije a Merche:
-Pues tienen razón las chicas. Estos barrotes están serrados al ras por abajo. Dos barrotes más y cualquiera tira de ellos hacia arriba, los abre y entra.
-¡No jodas!
-Y sin joder … de momento.
-…
-Disculpa por el chiste malo.
-No, no. Discúlpame tú a mí, que te he dado pie. Es que estoy preocupada. Últimamente están pasando demasiadas cosas raras que igual no tienen nada que ver, pero … no sé. Estoy preocupada.
-¿Qué tipo de cosas?
-Lo típico: ruiditos, silbidos, ladridos, tipos con perro rondando la plaza. En fin … montones de chorraditas que pueden no querer decir nada … Ahora esto de los barrotes … En fin, ya sabes que estamos siempre con los nervios de punta.
-¿Alguna de las chicas está especialmente mosqueada por su ex … que haya salido de la cárcel, que le haya visto cerca? En fin, ya sabes.
-Pues … no. No especialmente. Las nuevas siempre al principio creen ver a sus ex por todas partes. Y … han llegado tres nuevas hace … un mes o así. Todavía están adaptándose.
-¿Este patio es de uso exclusivo de la casa o de todos los vecinos?
-Es sólo de la casa. Sólo tiene acceso por la casa y por esa puerta que da al pasillo del portal, pero no la usan los vecinos.
-¿Hay niños pequeños? – le pregunte mientras revisaba la puerta que daba al portal y veía que estaba forzada.
-No, hay dos mayorcitos, que ya van solos al cole y todo.
-Yo que tú mandaba arreglar enseguida los barrotes y la puerta que da al pasillo y, mientras, sembraba el patio de cristales rotos advirtiendo a las chicas para que no salgan hasta que trinquemos al tipo. Ah, y, a ser posible, ni una palabra a los vecinos y que las chicas no se alboroten: que no cunda el pánico.
-Tan grave ves el tema.
-Sí. Haz un informe lo antes posible contando todo y poniendo que algún ex trata de entrar con un perro y con las peores intenciones.
-Parece que supieras de qué va y que ya tienes un plan.
-Creo tener una ligera idea. Ya te contaré más despacio. Ahora déjame alguna barra o una escoba y un cubo que voy a atrancar esa puerta.
Revisé también la puerta que, como suponía, estaba forzada, pero me llevé un sobresalto al notar un detalle muy extraño y peligroso, aunque no dije nada. La atranqué como pude, puse el cubo para que hiciera ruido si alguien intentaba volver a entrar y rompía el palo de la escoba, vacié en el fregadero de la cocina que daba al patio, tres botellas de tónica que tenían y no nos apetecía bebérnoslas a esas horas, las rompí con cuidado para no escandalizar y sembré el pequeño patio de cristales desde la puerta del pasillo del portal hasta la ventana y hasta la entrada de la cocina que no estaba forzada y no entendía yo por qué no lo había intentado por allí.
Me despedí de Merche y de las chicas y me pasé por la comisaría. Hablé con Ortega, le conté la película y le pedí uno o dos hombres, pero me dijo que: “Verdes las han segado, alma de cántaro, ¡¿tú dónde te crees que vives, en Suecia?! Estás más loco de lo que pensaba si te crees que puedo “escaquear” ni dos ni uno ni nada hombres ni mujeres de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado para trincar al posible autor del aserramiento de dos barrotes de una reja florida y un clavel español. Si es que la culpa la tiene la tele con tantos “Hombres de Paco” y tantos “Comisario” que os trastornan la mente a todos y os creéis que esto es el Hollywood, ese y … la madre que me parió …”. Le dejé despotricando en arameo y me fui a comer con Chuchi para saber qué rusa, ucraniana, polaca o georgiana le estaba chantajeando ahora y, de paso, desintoxicarme de todo un poco con otros problemas ajenos.
Durante esa noche y la siguiente, no pasó nada porque hubo tormentas que, aunque aumentaron el terror y el nerviosismo de las chicas, también impidieron salir al “paseante” y nos dieron una tregua. También dio tiempo a que arreglaran la cerradura de la puerta que daba al patio de la casa de acogida por el pasillo y soldaron los barrotes de la reja de la ventana de la cocina. A pesar de eso, volví a sembrar el patio de cristales rotos por si acaso. Hablé con las chicas nuevas y los “ex” de dos de ellas eran cazadores aunque, que supieran, no tenían perro fijo.
Pero la tercera noche no hubo tormenta y salí a ver qué ocurría. No pensaba tardar y dejé el ordenador encendido, a la vuelta miraría el correo por si me había mandado algo Marcial sobre el interfecto. Por otro lado, había quedado con Christopher, el danés de la empresa de seguridad de la calle Fuencarral, que si le necesitaba le daba dos perdidas desde la plaza de la casa de acogida y me mandaba de refuerzo a Kirsten que estaría por allí cerca.
Fui paseando a la plaza y me pareció ver unas sombras en el portal de la casa de acogida aunque la luz de la escalera no estaba dada. Me acerqué al portal y empujé suavemente pero la puerta no cedió y tuve que usar una de mis llaves maestras. Entré con mucho cuidado y enfilé el pasillo de detrás de la escalera sin dar la luz. Oí ruidos al fondo y, pegado a la pared, avancé despacio con el corazón en un puño maldiciendo mi profesión y lo gilipollas que soy.
Cuando llegué a la puertecita que daba al patio, empujé y vi que estaba abierta, como ya me temía, ¡desde dentro!. Eso sólo podía significar que el tipo tenía un cómplice dentro, en este caso otra mujer. Entré en el patio, lo crucé, penetré en la cocina cuya puerta también estaba abierta, vi una luz en el salón y, en ese momento fue cuando se desataron todas las fuerzas del averno.
La escena en el salón era que el tipo matagatos estaba azuzando al perro que atacaba a una mujer mientras otra mujer empezaba a chillar horrorizada y el hombre la golpeaba para que se callase. Había sangre en los brazos de la mujer atacada por el perro, lo que excitaba más al perro que ahora trataba de afianzar su poderosa mandíbula en la yugular de la víctima.
Saqué el revólver, disparé a una esquina del techo y saqué el móvil con la otra mano para hacer las dos llamadas perdidas para que viniera Kirsten a ayudarme, al tiempo que le gritaba al individuo que retirase al perro o les dispararía a ambos. A todo esto, las mujeres salían asustadas de sus habitaciones chillando y llorando, armando un caos de “padre y muy señor nuestro”. Todavía no sé cómo pude templar mis nervios para no producir una masacre. En medio de aquel infierno, disparé a una pata del perro y a otra pata de su dueño, consiguiendo que el primero soltara a su presa y que el segundo dejara de pegar a la otra mujer. Pero el perro, en su huída, me lanzó una dentellada a la mano izquierda que, por muy poco, no se queda con ella entre las fauces.
En ese momento, apareció Kirsten, que era una danesa a lo Umma Thurman en Kill Bill y se hizo con el control de la situación. Tumbó al tipo de una patada, que ya se escabullía blandiendo una navaja abierta en una mano a pesar de su herida, dejándolo inconsciente en el suelo (donde luego le até con sábanas y cuerdas que me trajeron las mujeres y me vendé la muñeca de paso de cualquier manera) y pegó cuatro gritos de combate que paralizaron los llantos femeninos. También atendió a la mujer atacada, valoró sus heridas y le hizo una primera cura de emergencia con el botiquín de la casa que pidió a las mujeres, trató la pierna del agresor y por último llamó al 112 mientras evaluaba los efectos de los golpes en la otra mujer y me curaba la mano como es debido, deshaciendo el mal apaño que yo me había preparado. Cuando llegaron la UVI móvil del SAMUR y la policía todo estaba más o menos bajo cierto control. Llamaron a otra ambulancia y en ella fuimos las dos mujeres y yo y en la UVI fue el herido de bala. Al perro le encontraron a la mañana siguiente los de la Protectora y pudieron curarle el rasguño de la bala que le rozó la pata.
Después de las exploraciones más detalladas, profesionales y tranquilas y de las primeras declaraciones en comisaría, etcétera, dormí unas horas y luego invité a cenar a Kirsten, con permiso de su jefe, para darle las gracias por su ayuda.
-No sé cómo pudiste darles en las patas, perdón, piernas, perdón pata y pierna.
-Yo tampoco, K., yo tampoco. Pero déjalo en “patas”. El dueño del perro es mucho más animal que él y, desde luego, el verdadero salvaje y el culpable de que el animal atacara, el que le entrenaba contra los gatos. Menos mal que llegaste a tiempo porque si no, me habría desmayado.
-Tanto como eso, no creo – dijo Kirsten – Pero sabes que no te convienen nada estas “juergas”. ¿Cómo sospechaste que alguien de dentro le ayudaba?
-Porque en la primera inspección que hice, la puerta del pasillo al patio estaba forzada ¡desde dentro!, en una torpe imitación de asalto exterior. Y luego lo confirmé la noche de la movida, anoche, porque no se molestaron en forzar nada y además alguien (supongo que la mujer que le ayudaba) había barrido los cristales que sembré en el patio. Lo más probable es que el elemento ese “camelara” – le aclaré el significado a Kirsten al ver su cara de no entender el término – con cualquier historia a una de las mujeres de la casa que, cuando vio lo que era en realidad se puso a chillar y él a golpearla. Es un elemento de mucho cuidado, con antecedentes penales. Acaba de salir de la cárcel, había localizado a su ex e iba a matarla mediante el perro que estaba entrenado por otros en peleas de perros.
-Vaya follón.
-Sí, fue una “nochecita toledana”, como decimos en España.
-¿Toledana? ¡Ah, de Toledo! Yo estuve hace poco en Toledo y me gustó mucho. Es muy bonita Toledo. Pero ¿qué tiene que ver?
-Nada, mujer. Es un dicho. Un refrán. Un … proverbio.
-Ah, sí ¡proverbio! Nosotros también proverbios.
-Ya me figuro.
Hubo un incómodo silencio, que rompí repitiéndome como el ajo.
-Te debo la vida.
-No exageres. Además, ya mi jefe te mandará factura.
-¡Qué prosaico! De todos modos, muchas gracias, K.
-De nada, hombre. Y cuídate ese corazón … averiado.
-Haré lo que pueda.
-No sé, no sé. No veo que hagas lo que pueda.
-Es verdad, pero es que ya sabes cómo es este trabajo.
-Ya. Es poco compatible con la vida … familiar. Por cierto, me acaba de llamar Ana y me ha dicho que quiere hablar contigo.
-No le habrás contado nada.
-No, pero … insistió tanto que … algo le tuve que decir.
-¡Pero bueno … esto es como un pueblo!
-No, hombre es que … la admiro mucho como escritora.
-Y como feminista, claro.
-No. Ella no es feminista … pero escribe muy bien.
-¿Y eso significa …?
-Que te quiere, Martín. Y que … ya no sois unos niños.
-Que nos estás llamando viejos, vaya.
-No, Martín. ¿Es que tú no la quieres?
-¿Sabes que fue ella quien me dejó?
-Por este trabajo tuyo … digo, nuestro.
-Y porque tiene la cabeza más dura que un apóstol viejo.
-¿El Apóstol Santiago?
-Por ejemplo.
-¡Ah, ya! Otro proverbio.
-Algo así.
-¿Y tú no tienes cabeza de viejo apostól?
-Probablemente.
-Pues habla con ella, hombre.
-Vaaale, Castelar.
-¿…?
-Otro apostól.
Cuatro.
La nota decía: “Te espero en el Templo de Debod, a las 22 en el estanque. Evar”.
Evar, Evaristo, era el primer gay que conocí y, aunque él todavía no sabía que lo era ni qué era eso, el resto de compañeros de clase le llamaban niña y yo le defendía con mi estúpido delirio de caballero andante que tantos problemas me traía, me trajo, me sigue trayendo y me traerá (espero que ya sean pocos).
De modo que dejé todo lo que había planeado hacer y salí corriendo porque tenía el tiempo justo. Lo que no me podía imaginar cuando leí: “ … en el estanque” era que me le encontraría literalmente allí. Paré un taxi y le dije que al Cuartel de la Montaña. Me miró como quien ve a un marciano y entonces me di cuenta de que era joven y tuve que aclararle: “Plaza de España, stop. Parque del Oeste, stop. Templo de Debod, stop”. En venganza, no le di propina, y le fui diciendo todo el rato por dónde tenía que ir, por gilipollas.
Cuando llegué Evar estaba en el estanque, flotando boca abajo en él, para ser más exactos. Evar no había tenido la suerte de Charli. No era rico y su familia era una familia pobre, muy pobre y muy católica. En cuanto se enteraron le echaron de casa para que no les contaminara (tampoco entonces se sabía bien qué hacer y eligieron la peor solución posible) y para que se buscara la vida. Y se la buscó, lo mejor que pudo, pero fue rodando de canalla en canalla hasta esta maldita noche sofocante de mediados de agosto en la que, al fin, descansa en paz Evaristo Jiménez López, en la paz que siempre le fue negada.
Charli intentó ayudarle, pero ya era tarde. Habían perdido el contacto mucho antes de su traumática salida del armario y se movían en universos paralelos en el sentido de que nunca se cruzan. Y no pudo ayudarle. Ahora Evar flotaba en el estanque del Templo de Debod. No me esperó ni un minuto.
Me identifiqué ante los policías que llegaban en ese momento por la llamada de un paseante que lo había descubierto segundos antes que yo y llamé a Charli para que le rindiera un último e inútil tributo y se ocupara de los gastos de funeral y entierro después de la autopsia y de las diligencias.
Otra vez empecé a notar la ola asesina del maldito malestar preinfártico y me senté en un banco y me puse la pastilla debajo de la lengua. Allí me encontró Charli después de hablar con la policía y pidió una ambulancia en la que me acompañó a la clínica de su tío Ramón y allí, después del protocolo inicial y las pruebas posteriores, me trasladaron a los pocos días a la Seguridad Social y me pusieron en la lista de espera para otra operación a corazón abierto. ¡Ahora que me había reconciliado con Ana! ¡Qué mala leche, digo … qué graciosa es la vida!
Cinco.
“Martín”, me dije en la puerta del quirófano, después de un beso de Ana: “No puedes seguir siendo el patético e infantiloide vengador justiciero, siempre al tanto de los gatitos callejeros perseguidos y de los perritos abandonados y de las mujeres maltratadas y de los jóvenes desorientados y de los homosexuales deprimidos y de los comerciantes estafados y de los amigos extorsionados …”. “No puedes. Pero te empeñas como si te fuera la vida en ello … y te irá. En fin, como dice mi madre: ¡Que sea lo que Dios quiera!”.
(Pero, ¿qué Dios?, ¿Ra, Isis, Osiris, Yahvé, Mitra, Baal, Zeus, Júpiter, Zaratustra, Aláh, Visnú, Maradona? …).
(¡Martiiín! …, déjalo ya, ¿vale?).
Y se apagaron las luces del circo … de momento.
© Javier Auserd.