Malaentraña.
Fui a ver a Malaentraña, armado de valor y de paciencia, y le insistí todo lo que pude, pero me dijo que no me daba el préstamo. Entonces me volví a la pensión paseando muy despacio mientras pensaba cómo matarle a ser posible sin que nadie se diera cuenta, porque es un maldito egoísta que no tiene más universo que su ombligo. No me hubiera dolido tanto la negativa de Antiguo si no me debiera él a mí dos veces la vida desde hace muchos años.
Me había pasado la mía trabajando y no había conseguido ni la cama donde caerme muerto. Estoy convencido de que la vida es obra de un guionista cabreado y malaleche, por quién sabe qué oscuros motivos, con un humor negro y macabro que paga su frustración contra nosotros, contra algunos de nosotros, no con todos, claro está, que es el que hizo rico a Antiguo Malaentraña y el que ha hecho que me haya fallado de tan mala manera.
Eran los años del hambre en el Madrid de la postguerra. Éramos niños que jugaban entre los escombros, rodeados de cadáveres insepultos y de ratas más gordas que los gatos que huían de ellas y de bombas sin explotar que a veces explotaban y se llevaban una pierna, un brazo, una barriga, un ojo … en el mejor de los casos. Al principio, no había escuela y nos pasábamos todo el día y parte de la noche en la calle, primero con calor, luego con frío, luego hacíamos fogatas y empezamos a fumar para matar el rato de lo que nos daban las patrullas de soldados que recorrían todo sin orden ni concierto rematando muertos, cargando cuerpos en los camiones y, poco a poco, muy despacio, despejando y asegurando los barrios y los campos, demoliendo las ruinas y alisando descampados o dejándolos tal y como estaban. Nosotros los chiquillos corríamos a su lado de un sitio a otro, estorbándoles, hasta que conseguíamos unos cigarrillos o media tableta de chocolate y les dejábamos en paz mientras compartíamos lo conseguido en el refugio de turno que habíamos limpiado de bombas, de balas y de granadas a costa de algunas mutilaciones sin importancia. Miguelito el cojo, por ejemplo, había perdido un pie, pero, a cambio, le daban de comer y de cenar en el comedor de las Clarisas. Como decíamos entonces, ¡qué potra!, mientras que los demás rodábamos de tío en abuela si acaso, pasando más hambre que un maestro.
Cuando después, al cabo de los años, las cosas se fueron organizando, los que nos libramos del Orfanato, que estaba lejos, y nos quedamos por el barrio en casa de algún pariente lejano o cercano, lo mismo daba, nos seguíamos reuniendo en los escondites secretos que no nos quitaban las cuadrillas de operarios (así les decían, ya no había obreros ni trabajadores), aunque iban más lentos que el caballo del malo de las películas del cine de verano en el que nos colábamos gracias a los cigarrillos de colillas que liábamos y le dábamos a Toñínes los jueves y nos dejaba pasar y apretujarnos en un rincón oscuro del solar, cerca de la esquina que se usaba de meadero, para que no nos viera su jefe, un mutilado de guerra con unas malas pulgas considerables que descargaba en nuestras espaldas con una vara de fresno cada vez que nos trincaba. Allí veíamos el NO-DO y lo bien que iba España y la envidia que nos tenían todas las naciones extranjeras aunque, a decir verdad, nosotros no alcanzáramos a comprender los motivos. Allí conocimos las pelis de vaqueros y de romanos y de policías y ladrones en América y al Gordo y el Flaco y otro que hacía mucho el tonto con un bastón de payaso y salía siempre corriendo de todas partes después de robar comida y de zamparse una bota con clavos y todo y los cordones y las suelas, que nos daba una risa del detalle, que no veas; esas eran mudas aunque sonaba un organillo entrecortado. Cuando no nos pillaba el ex combatiente, volvíamos a casa de nuestros tíos muertos de risa y la vida y el hambre se iba pasando con un poco menos de agobio. También empezamos a ir a la escuela pero faltábamos si hacía falta ayudar a nuestros primos mayores con lo de la chatarra y a hacer cisco en los descampados para los braseros. A la vuelta, el maestro nos tiraba de las orejas y nos daba con la regla en las manos, en el culo y en la cabeza, nos ponía al final cara a la pared y hasta la próxima.
La primera vez que le salvé la vida a Antiguo Malaentraña fue un domingo de noviembre que hacía mucho frío y veníamos tiritando de misa donde habíamos pillado unos céntimos de la cesta sin que se diera cuenta la de Acción Católica que la pasó esa mañana. Íbamos celebrando de antemano el pastelillo de milhojas de la lechería de doña Pura, cuando el Dientes, que siempre tenía que ir tocando las narices, le pegó un codazo a Mala (como le llamábamos a mala leche) que le mandó al medio de la calle y le sentó de culo en el preciso momento en que venía un camión lleno de sacos. Era un pesado y lento camión de los de entonces, renqueante y temblón, pero no dejaba de ser un monstruo enorme y peligroso para unos mocosos como nosotros. Sin pensármelo dos veces, me atravesé a la desesperada y, agarrando a Mala del cuello del zarrapastroso abrigo que le había regalado mi tía porque lo iba a cortar para bayetas, tiré de él con todas mis fuerzas hacia la otra parte de la calle donde caímos los dos rendidos por el esfuerzo y por el susto justo a tiempo para que no le pasara aquella apisonadora infernal por encima. Antiguo Malaentraña, me agradeció el gesto con un puñetazo y una frase típica de su humor macabro y cínico:
-¡Por poco me matas, macho! No vuelvas a hacerlo.
-La próxima vez, te va a salvar la vida tu padre – le dije con toda la mala uva que pude, sabiendo que era tan huérfano como yo.
Se levantó de un brinco y alzó el puño para volver a golpearme, esta vez con saña brutal, pero algún mal pensamiento cruzó por su torcido cerebro como si un rayo le hubiera iluminado una neurona. Sonrió enigmático y me tendió la mano para que me incorporara. Era su forma de perdonarme de momento. Ahora creo que había previsto vengarse de mis palabras más adelante, cuando se presentase la oportunidad. Así era, así ha sido toda su maldita vida Antiguo Malaentraña, más conocido por el nombre que compró ya durante el estraperlo: Andrés Magenta.
La segunda vez que le salvé la vida fue cuando entramos en la parte abandonada del colegio al lado de la iglesia nueva, que estaba llena de cristales y nos metimos a explorar una tarde de invierno dos o tres años después de lo del camión, cuando ya nos estábamos reformando y él comenzaba sus negocios de chatarrero de aprendiz de uno de los estraperlistas del barrio. Le atrajo la posibilidad de que hubiera chatarra allí dentro. Como solía hacer cuando quería salirse con la suya nos pinchó para entrar y, aunque ya no éramos niños, tampoco éramos adultos picardeados. Estábamos en plena edad del pavo, lo que mal mirado era peor que ser un crío y, sobre todo, era muy peligroso no sólo para nosotros. De modo que entramos.
Todos los cristales de los grandes ventanales de aquél ala del colegio estaban en el suelo. Alguna otra banda de adolescentes se nos había anticipado con eficacia británica y eficiencia alemana. Al principio, pusimos tanto cuidado que no hubo ningún problema, pero, a medida que nos íbamos confiando, abandonamos las precauciones y empezamos a correr riesgos innecesarios como, por ejemplo, no asegurar un paso antes de dar el siguiente e incluso intentar pequeños patinajes. Las clases, en contra de lo que era de esperar, no estaban completamente vacías y aunque no había pupitres ni pizarras ni tarimas, tenían armarios metálicos que ponían a Anti los ojos como platos y se le hacía la boca agua de pensar en llevárselos. Fue al abrir la puerta de uno de los armarios cuando resbaló y cayó al suelo clavándose varios cristales en una pierna y lanzando un alarido pavoroso que debió de oírse hasta en la plaza aledaña contribuyendo a la fama fantasmal que tenía el edificio. Vio Mala la sangre que salía a borbotones de los múltiples cortes de la piel de su pierna herida, se desmayó y, si no llego a estar cerca para darme cuenta y sujetarle, se habría estampado contra el armario rompiéndose la crisma. Pero, además de sujetarle, al tiempo que le decía a Lolo, el cojo, que me ayudara a limpiar de cristales los alrededores suficientes como para poder dejarle en el suelo, tenía que cortar la sangre que seguía saliendo a mares y amenazaba con dejarle más seco que un bacalao. Conseguí sentarle sujetado por el cojo y, sacando el pañuelo, le vendé la pierna como pude, quiero decir que se la envolví de cualquier manera. Lo peor fue sacarle de allí. No podíamos arrastrarle por el suelo exponiéndonos a que barriera todos los cristales con el culo, pero tampoco podíamos cargarle a borricas porque, aunque flaco, era largo y pesaba lo suyo. Después de pensar un rato, se me ocurrió sacarle “a la sillita la reina” entre el cojo y yo mientras íbamos apartando los cristales con los pies, según avanzábamos hacia la salida, para no atravesarlos las suelas con ellos por el sobrepeso.
Resultó laborioso. Grandes goterones de sudor nos llenaban la cabeza y nos bajaban por el cuello hasta la espalda. Más de una vez estuvimos a punto de estamparnos los tres contra los cristales del suelo y en las escaleras creímos que igual era mejor tirarnos a patinar directamente y morir desangrados al llegar abajo. Sin embargo, luego estuvo claro que no había llegado nuestra hora todavía porque, aún no sé cómo, salimos al fin a la acera (donde se había hecho de noche) y caímos desfallecidos sobre ella recuperando el resuello, la fe en San Antonio de Padua y Mala también el poco conocimiento que siempre había tenido.
Nos acercamos a la fuente de la plaza, le lavé la pierna con el pañuelo mojado, sin hacer caso a sus aspavientos, le quité los cristales más grandes esquivando sus puñetazos y comprobé, algo decepcionado, que no era para tanto. Le dejé el pañuelo mojado encima y la sangre se fue cortando poco a poco. Nos fumamos un cigarro entre los tres para celebrar el desenlace y nos fuimos cada uno a su olivo que, a lo tonto, se había hecho tarde. Antiguo Malaentraña, o sea, Andrés Magenta, se hizo monaguillo en la parroquia, se volvió de comunión diaria, y comenzó su carrera delictiva bajo el inocente paraguas de la Iglesia católica.
Puesto que su vida me pertenece dos veces (amén de otros favores circunstanciales varios que, como soy tonto, aún no le he cobrado y me debe), bien puedo quitarle una, a pesar de lo cual me devano los sesos y no encuentro la forma de vengarme de su maldita ingratitud. Tengo que matarle, sí, pero no sé cómo. Debo repasar sus costumbres para dar con algún punto flaco que me permita realizar mis propósitos. Veamos, se levanta temprano, va a la iglesia, oye misa, comulga, va al bar, desayuna, da un paseo, va a su despacho de usurero a conceder o denegar préstamos ilegales … ¡Un momento!, ¡desayuna! ¿Y si le enveneno el desayuno? … No, no. Demasiada gente por medio. ¡Ya sé! ¿Y si le pongo una víbora en el cajón de su mesa y cuando meta la mano … No, no. Seguro que me muerde la víbora a mí. Y … ¿y en la iglesia? ¡Buf, la iglesia! ¡Como no le envenene la hostia! ¡Ostras, la hostia! ¡¿Cómo no se me ha ocurrido antes?! ¡Es maravilloso! ¡Que intervenga la Justicia divina! ¡Es perfecto! Pero … ¿cómo sé qué hostia será la suya, para no envenenar también al resto de feligreses? Aunque … no creo que entresemana comulgue mucha gente. Es igual, tengo que observar con el máximo cuidado y preparar todo lo mejor posible para no fallar el golpe.
Y aquí estoy, en la iglesia, madrugando por venganza, detrás de esta columna, viendo cómo comulga Antiguo Malaentraña, alias Andrés Magenta, mi verdugo y futura víctima, para poder envenenar la sagrada forma que le mande antes de tiempo ante el Supremo. Comulga Antiguo y … ¡nadie más! Ah, no, no, espera. Ahí va una abuela muy viejecita. Sí, sí. Es que anda muy despacio la pobre. Bueno, ya. No, no, espera, que comulga el cura también. Demasiados para enviar al Supremo al mismo tiempo. Además, sospecharían enseguida de algo tan raro. No sé, no sé. Tendré que pensar en otra cosa. Mientras pienso allí mismo, en la iglesia, pasa la viejecita a mi lado y me parece que … ¡que me guiña un ojo!, pero debe de tratarse de un error por mi parte.
Es jueves y sigo dándole vueltas a cómo vengarme de Malaentraña, cuando viene corriendo Luisito, llama al timbre de casa y, apenas le abro, me grita:
-¡Paco, Paco, ven, corre, que Andrés se está muriendo!
-¿Andrés? ¿Nuestro Andrés? ¿Andresito?
-¡Sí, sí! ¡Corre, que te llama!
-Pero ¿qué dices, hombre?, ¿cómo se va a estar muriendo nuestro Andresito?
-¡Que sí, que sí! ¡Vamos, que vengas!
Salgo corriendo a medio desayunar, con las zapatillas de estar en casa y Luisito me lleva al bar, donde veo un revuelo de parroquianos al lado de los servicios. Voy apartando caras conocidas y me encuentro con el corpachón de Antiguo Malaentraña, alias Andrés Magenta, derrumbado en una silla y a Cándido, el dueño, dándole aire con un periódico. Cuando me ve, le aparta de un manotazo, me agarra de la camisa (que por poco me ahoga), me acerca a su cara congestionada y me dice al oído, sin apenas resuello:
-Paco … me muero.
-¿Qué tonterías dices, hombre? ¿Qué te vas tú a morir?
-Me muero, Paco. Esta vez es verdad. Calla y escúchame por una santa vez en tu vida. Ya sé que estabas dándole vueltas a cómo matarme, cabronazo, pero se te ha adelantado el Supremo. No, no digas nada. Te conozco mejor que si te hubiera parido. Además, eres un libro abierto. Calla y escucha. Toma esta llave. En mi despacho hay una caja de caudales. La abres y allí está todo. Ya lo verás. Encárgate tú de todo. No me fío de nadie más. Gracias por salvarme la vida tres veces. Espero que puedas perdonarme. Adiós.
-Pero … Antiguo … No te mueras, hombre. No te mueras así. Además, sólo fueron dos veces.
Y, haciendo un ampuloso gesto teatral, da una gran bocanada de aire como para tirarse a una inmensa piscina y … la palma delante de un público no muy selecto que digamos, entre los que me incluyo.
Ahora que todo ha terminado y Mala descansa en la paz del cementerio de Carabanchel, veo que ha sido mejor así. Ocupo su cuchitril, que he mandado limpiar y pintar como es debido, y ya sí que parece un despacho. Ocupo su actividad, conozco la mayoría de sus secretos y el resto los iré descubriendo con tiempo y paciencia. Ocupo sus pisos de General Ricardos, soy el legatario de su inmensa fortuna y el dueño de sus múltiples deudores a los que no pienso perdonar sus deudas, como tampoco hizo Antiguo, por más que nos lo mande el padrenuestro. No creo en las casualidades, de modo que sólo me quedan dos dudas malsanas: ¿cómo ha matado la viejecita a Antiguo Malaentraña? Y, sobre todo, ¿cuándo (según él) le salve por tercera vez la vida?
©Javier Auserd.
14 comentarios
Dinosaurio -
Jospin, ojalá fuera "mi" panda porque les quiero mucho, pero son cada uno de su padre y de su madre, como suele decirse, dicho sea con todo cariño y respeto.
Me pondré a ello, a ver qué sale.
Abrazos a todos.
Jospin -
leetamargo -
LeeTamargo.-
Dinosaurio -
Jospin, tu que pareces el más razonable, ¿qué hago con estos "insurrectos"?
Jazmin, me alegro mucho de tu vuelta, pero tendrás que seguir escribiendo(y diciéndonos dónde) como "castigo" por abandonarnos.
En fin, a ver si se me ocurre algo.
A pesar de ser tan rebeldes, os mando abrazos.
Furgo -
Un abrazote, compañero.
jazmin -
Me has dejado sin habla y en suspense...eso no se hace... A ver si sabemos como acaba este misterio...
Un abrazo.
Dinosaurio -
Un beso.
Querida Hannah, siento mucho que andes fastidiada y espero que muy pronto te mejores. Sabes que no achaco tus ausencias a "otras cosas" (que no imagino cuales pudieran ser). Ponte mejor cuanto antes porque no te veo quieta ni por recomendación.
Un beso sanador muy entrañable y suave.
Hannah -
Un abrazo afectuoso.
Hannah
Dinosaurio -
Me lo ponéis difícil porque ya sabéis que, igual que no se debe explicar un chiste, no se debe explicar un cuento. Pero a ver qué puedo hacer (y no sólo para que no atice Mela alguna colleja).
Abrazos.
Jospin -
Mela -
Dinoooooo, como nos dejes así, te arreo... Pero por si las moscas sólo es un descanso: Beso. ;P
Ana Piedra -
Dinosaurio no pierdas la memoria.
Un abrazo, Ana.
Trini -
Qué malo es el dinero y el poder, verdad?
Pues yo no encuentro respuesta a esas dos preguntas, pero si me gustaría que este relato tuviese continuación.
Un abrazo
Sakkarah -
Es muy ameno, y vivo al lado de General Ricardos, jajajaja.
Un beso.