Crónicas de un tiempo embarazoso. (Drama en varios actos). Javier Auserd.
Capítulo I. En un principio.
Uno.
Antes de perder el juicio, era Mariano un dechado de virtudes de la época. Se había educado en los Salesianos de Atocha, con una beca, y se comportaba, en todo cuanto emprendía, con un recato y una prestancia decididamente notables. Era bueno, era educado, era obediente, era dócil, pero, además, lo aderezaba con una angelical sonrisa que disparaba el instintivo nerviosismo pellizcador de las devotas conocidas de su abuela en sus sufridos y sonrosados mofletes, cada vez que se producían los beatíficos encuentros.
Este niño ejemplar, Marianito, hacía los deberes y los recados como nadie y se rumoreaba en el barrio que terminaría de cura y luego de misionero del Domund por su capacidad de sacrificio y amor al prójimo, eso estaba más cantado que la tarara, pero además también porque los padres de Don Bosco tenían un olfato indiscutible para detectar vocaciones suficientemente probado a través de los años.
Los barrios del Madrid de la postguerra eran todavía pueblos anexionados, más o menos grandes, más o menos pobres, que se reconstruían muy despacio entorno a una o dos avenidas principales medio asfaltadas como un conglomerado caótico de calles de barro que ya se irían enderezando y civilizando con el tiempo y las protestas vecinales. En ellos, como pueblos que aún eran, se conocía y se hablaba todo el mundo, a pesar de que ya cada uno había venido de otro pueblo y lugar de España. Sin embargo, aunque primaba la tendencia a agruparse por clanes geográficos o familiares, la nueva ciudad iba imponiendo, poco a poco, un aire más cosmopolita y refinado sobre el provincianismo original, fenómeno que, como todos, siempre tiene sus pros y sus contras.
El caso es que la vida seguía inexorable su curso enrevesado y monótono, a veces aburrido y lento, a veces agotador y frenético, mientras Marianito crecía en edad, santidad y gobierno. Por la mañana iba a clase en el autobús, volvía a casa a comer y por la tarde hacía los deberes en el cuarto de estar, escuchando los seriales radiofónicos de Sautier Casaseca en radio Madrid al tiempo que su madre planchaba la ropa de la familia. Los sábados se habían puesto de moda los suplementos infantiles en los periódicos vespertinos y era agradable para Marianito acercarse con sus padres hasta el quiosco para recibir la recompensa semanal en forma de tiras cómicas, aunque fueran americanas, que ya empezaban a ser los buenos. Luego, un reconfortante paseo por la calle principal y, en ocasiones, la recién estrenada misa del sábado que valía para el domingo, completaban la semana. Así el domingo podían salir al campo cercano en el “dos caballos” del pluriempleo de su padre, para oxigenarse y no perder el contacto con ese campo (que era como se seguía llamando entonces a la naturaleza) que tanto les gustaba y que ya empezaba a saturarse de domingueros. Al regreso había algo de caravana, pero se imponía la disciplina férrea del espíritu espartano y se soportaban con resignación católica las molestias y los inconvenientes necesarios para afrontar la nueva semana con el ánimo renovado que permitiera encarar los retos cotidianos con ademán impasible, sin prisa pero sin pausa, sabiendo mandar y sabiendo obedecer, quien bien te quiere te hará llorar, etcétera, etcétera.
¡Qué tiempos aquellos!
Continuará ...
2 comentarios
Dinosaurio -
Abrazos.
Gatopardo -
Tengo la sensación de que Marianito se dejó en el camino la alegría de las pedreas, las pandillas que peleábamos barrio contra barrio, los juegos misteriosamente regulados por un calendario que nunca supe quien dictaba, en los que el guá, el zompo, las chapas, el tejo, el pañuelo, los partidos quemados, la firolesa, el churro, mediamanga, mangoentero, el escondite nos entrenaron para una vida en la que ser más rápido, más resistentes, más ladinos, nos salvaría de los inconvenientes de haber nacido pobres. Y me da mucha lástima ese pobre Marianito, que aprendió a obedecer y a aguantar, y seguramente a cultivar una úlcera de estómago.
¡Cómo le han tomado el pelo, al pobre!