Como agua de Mayo.
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Le había dado por acosarnos con su interminable cantinela de desgracias figuradas y, cada vez que nos cogía por banda, nos contaba lo mal que le iba, aunque todo el mundo supiera que estaba podrido de dinero y que era un viejo avaro, tacaño y aburrido, que remendaba él mismo sus zapatos y su ropa para no tener que comprar otros nuevos. Ya no sabíamos cómo evitarle ni cómo quitárnosle de en medio una vez producido el encuentro y a sus vecinos y conocidos les pasaba lo mismo; se notaba por los grandes rodeos que dábamos todos para no pasar por delante de la puerta de su tienda donde salía a grandes zancadas levantando los brazos y dando muchas voces, como un loco, para abordarnos cuando nos echaba la vista encima. Ana era la que más caso le hacía porque le daba pena y a mí me ponía de los nervios ver cómo derrochaba sin sentido, sin objeto y sin pudor el tiempo ajeno que los demás teníamos que tratar de recuperar luego.
-¡Pobrecillo! – decía Ana.
-¿Pobrecillo? ¡Si está forrado! – respondía yo.
-Está muy solo y se aburre – apostillaba.
-¡Pues que se compre un mono y que nos deje en paz! – insistía yo, inmisericorde.
Era tan pesado, que te cortaba la retirada y se inventaba dolencias y desgracias para atraer, como fuera, tu atención y mantenerte en vilo, en ascuas, pendiente de sus exageraciones y de los desaforados aspavientos con los que acompañaba las inacabables peroratas de sus catastróficos relatos de terror. No era un pesado más, de los muchos que tenemos que soportar todos los días: era el príncipe de todos ellos, una verdadera pesadilla viviente.
Aquella mañana de un mayo atípico, fresco y lluvioso, habíamos estado en el despacho de Raquel y tomando luego un café con ella en el bar del Casino. No llovía cuando salimos de casa, aunque estaba nublado, de modo que no cogimos paraguas ni gorros ni capuchas, ni nada, sin embargo al despedirnos, caía a cántaros. Ella volvió a su cercano despacho y nosotros esperamos en la puerta del Casino a que escampara, pero no lo hacía. De modo que, arriesgándonos, cruzamos la calle y apretamos el paso atravesando por detrás de San Pedro hacia los soportales del Grande. Nos gusta la lluvia y no nos importa mojarnos, es decir, somos dos bichos raros, pero lo que nos cayó encima esa mañana en poco tiempo no está puesto, aún, en los papeles. Cuando llegamos, empapados, bajo techo, tomamos aliento y nos dedicamos a sacudirnos el agua, como los perros, durante un buen rato. Esperamos otro poco a que lo dejara y, como se nos hacía tarde, volvimos a internarnos en la cortina de agua tropical que rebosaba la atascada y mal conservada red de alcantarillado y anegaba las mal preparadas calles.
Con la aventura del diluvio, se nos olvidó dar el preceptivo rodeo y pasamos por delante de su tienda. Al momento, como si tuviera un detector invisible o alguna cámara estratégicamente situada, se plantó allí dándonos voces para llamar nuestra atención. Mas, al ver que llovía, se quedó petrificado en la puerta sin dar un paso más hacia la calle.
-¡¿Qué te pasa, Mariano?! – le grité.
-No. Es que … no me gusta la lluvia. Entrad, entrad vosotros.
-No, Mariano, no, que llevamos mucha prisa – me apresuré a decirle – Sal tú hasta la esquina – añadí.
-¡Por nada del mundo! ¡Maldita lluvia! ¡Que si me mojo, encojo! – y diciendo esto, retrocedió espantado al interior de su establecimiento haciéndose repetidas veces la señal de la cruz sobre el pecho como si la lluvia fuera el mismísimo Satanás.
Llegamos calados hasta los huesos a casa, pero sin parar de reír.
-Ya podía llover todos los días … sobre todo a la puerta de su tienda.
Aquél chaparrón intempestivo y furioso de primavera nos había venido como agua de Mayo.
Javier Auserd.
1 comentario
Sakkarah -
Un beso, Dinosaurio.