El viejo Billy el niño (Maldito Pato) (II).
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Dos.
Pero Lolita sí que lo oyó. Se quedó quieta unos segundos en la cama con los ojos espantados y la mente en blanco, intentando entender aquel estruendo tan contundente que presentía malo. Ahora no se oía nada: ni los coyotes, ni los zorros, ni las ranas, ni los grillos, ni las ovejas, ni las vacas. No había amanecido aún, pero la noche seguía siendo clara. Los primeros en reaccionar fueron los perros, menos cautos que el resto de sus colegas. Lolita salió del ensimismamiento y procesó, al fin, el origen del ruido. Se incorporó en el catre, procurando no hacer ruido, y buscó la silla de la que colgaba la canana de Billy de la que pendían las fundas donde descansaban sus dos revólveres cargados, como siempre, y que ella también sabía usar. Cogió la canana, se la ciñó a la cintura y se la ajustó a sus formas femeninas. Luego desenfundó un revólver y, paso a paso, muy despacio, pegada a la pared, se acercó a la cocina. Conocía la casa como la palma de su mano y, aunque se había puesto la luna, no tenía miedo a los tropiezos.
Antes de llegar a la cocina sintió la irritante sensación de pólvora en el aire que la hizo toser instintivamente. Aunque lo hizo lo más flojo que pudo, no le sirvió de nada, porque Pat, con oído de zorro y olfato de coyote, la estaba esperando. Apareció como un fantasma y la desarmó sin mayores problemas. Lolita se revolvió como un alacrán y le lanzó una patada al tobillo que dio en el blanco, pero Pat encajó el golpe con terca compostura y apenas un mayor retorcimiento de los brazos de la muchacha que gimió de rabia por haberse dejado atrapar tan pronto como un ratoncillo inexperto.
-Estate quieta, fiera. No quiero hacerte daño – susurró Pat.
-¡Le has matado, cerdo! ¡Le has matado! ¡¿Dónde está?! – resoplaba Lolita con furia.
-Si me prometes estarte quieta, te dejo verle – dijo Pat.
-Está bien – contestó la mujer después de un breve forcejeo.
Billy estaba tendido en el suelo de la cocina, bajo la ventana que daba al desierto. Lolita se acercó despacio, conteniendo el llanto, al tiempo que Pat prendía una vela con un fósforo y se la acercaba para que pudiera verle mejor. Parecía dormido. El charco de sangre que se iba extendiendo lento e inexorable quedaba, todavía, oculto por su cuerpo y su expresión era serena, casi resignada. Ella se arrodilló a su lado y, poniendo su cabeza en su regazo, empezó a cantarle, muy bajito, una nana.
Pat dejó la vela sobre la mesa y salió al porche, donde acababan llegar sus ayudantes, para decirles que esperaran unos minutos antes de apartar a Lolita sin hacerle apenas daño, cargar el cuerpo de Billy en el carro que tenían preparado, avisar al cura católico y enterrarle en el pequeño cementerio de Fort Summer, mirando al desierto. Luego, mientras amanecía, se dirigió a la oficina de correos y despertó al funcionario para telegrafiar a Washington un escueto despacho de tres palabras: “B. está resuelto”, firmado P. K. Garrett, s.s. Acto seguido se fue al bar y desayunó dos huevos fritos con arroz, una tostada con mermelada, dos tiras de bacon vuelta y vuelta, todo ello regado con un buen vaso grande de wisky lleno a rebosar. También le dio tiempo a que un niño mejicano le lustrara las botas y a salir por la puerta con su reluciente y enorme estrella de hojalata que le acreditaba como sheriff del condado de Lincoln, en el preciso momento en que el lento carro de una sola mula, que contenía el cuerpo de Billy dentro, atravesaba la calle principal camino del cementerio con Lolita sollozando detrás flanqueada por tres mujeres llorando bajito vestidas de riguroso luto, que debían de ser familiares suyos, y cinco de los ayudantes de Pat. Pat, muy despacio, bajó las escaleras del saloon colocándose el sombrero y ajustándose la canana y se unió al improvisado cortejo fúnebre de Billy.
El viejo cura católico les esperaba en la puerta del camposanto, con cara de susto, sudando como un pollo en el horno de buena mañana. Cuando llegaron, la fosa había sido abierta ya por cuatro peones, a los que Pat lanzó unas monedas, y esperaba, bostezando, a recibir el cuerpo de Billy. Al cura, apenas le dio tiempo a farfullar dos latinajos rápidos, a impartir una bendición al cadáver, a encabezar el cerrado “amén” que todos corearon y a recibir unos pesos de Pat para inscribirle en el Libro de los Muertos y unas cuantas cervezas.
Cuando el cuerpo de Billy descansó en la dura tierra del desierto, Lolita se volvió al pueblo ayudada por las tres mujeres de negro, envuelta ella también en un manto de ese lúgubre color.
Lolita se sentó a llorar en la cocina de la pequeña casa de sus parientes, delante de una botella de tequila. Mientras lloraba y bebía a morro de la botella, una idea descabellada iba tomando forma en su cabeza sin detalles concretos … todavía.
La cosa se le ocurrió pensando en la imagen del frágil féretro que contenía el cuerpo sin vida de su marido bajando a una tumba de las consabidas dos varas de profundidad o una toesa y en lo poco complicado que resultaría desenterrarle, claro está, con ayuda. Lo primero que tenía que hacer era localizar a la familia de Billy, contarles lo que había sucedido y planear, paso a paso, la venganza contra Pat.
¡Maldito Pat! ¡Y, para más INRI, cobraría la recompensa! ¡Era el colmo!
En su cabeza, lindamente embotada entre el alcohol y el dolor por la pérdida de Billy, comenzaron a fraguarse los detalles que necesitaba. Unos detalles que, por primera vez desde esa infausta madrugada, dibujaron una leve sonrisa en unos labios resecos de tantas lágrimas vertidas. Si se apuraba, igual podía hacer coincidir la resurrección de la venganza con los días de difuntos, bien celebrados también en aquella parte de la frontera mejicana.
Mandó telegramas a su familia política a las direcciones que tenía, dando escueta cuenta de la muerte de Billy, pero no obtuvo respuesta. Mientras, el tiempo se le echaba encima y se le iba en disimular la resignación propia de una viuda cristiana bajo la prevenida mirada del hombre que Pat había dejado en Fort Summer y que usaba el telégrafo todos los días a eso del atardecer.
Era desesperante para Lolita comprobar cómo a aquellos malditos irlandeses siempre les importó Billy un carajo. Quizás eso explicara, en parte, el poco aprecio que el propio Billy parecía sentir por ellos en vida. De cualquier modo, ella tenía que actuar para vengarle, por más que lo único que tuviera claro fuera el respaldo de los suyos. Por eso, reajustó los detalles a lo que había, aunque no podía evitar que le chirriara el fuerte acento mejicano de su tropa, que sin duda era lo que podía delatarles. Dándole vueltas y más vueltas, que le dejaban profundas ojeras achacadas al duelo, recordó una mañana cómo jugaban Billy y ella, a veces, a las imitaciones de sus intercambiadas voces y retahílas, y cómo ella, con mucha guasa, se esforzaba en el nasal, algo estridente y un poco agudo tono yanky de Billy que intentaba disimular bajándolo hasta dejarlo en un susurro esforzado bajo el pretexto de una irritación crónica de garganta, tan conocido por sus amigos y compinches y, desde luego, por Pat. Este recuerdo la animó a redondear su plan hasta adaptarlo a las nuevas circunstancias y lo dejó listo para ser oportunamente ejecutado.
Pat había llegado tres horas antes de la señalada en la nota que le mandó su hombre en Fort Summer que, a su vez, había recibido de un chiquillo mejicano de los que jugaba en las calles del pueblo y que salió corriendo confundiéndose con el resto antes de que Gordon pudiera reaccionar. Aún así, no veía nada extraño en el pequeño cementerio desde la loma cercana donde estaba apostado. Las familias que, siguiendo la tradición de los colonizadores adaptada a los ritos indígenas, dejaron comida y flores sobre las tumbas de sus difuntos, hacía mucho rato que se fueron a cenar dejando el campo desierto y frío después de que las alimañas, en un fugaz espectáculo de abrir y cerrar de ojos disfrutado por Pat, hubieron dado buena cuenta de viandas y adornos.
Entonces Pat, echándose un capote militar sobre los hombros para protegerse contra la suave helada que comenzaba a caer a eso de las diez de la noche, se sacudió los pantalones, se ajustó la canana y bajó, muy despacio y precavido, hacia la tumba de Billy que era donde le citaba la nota famosa.
(continuará ...)
© Javier Auserd.
6 comentarios
Dinosaurio -
(Zandra, me alegro de que sigas por aquí, a ver si hablamos).
Abrazos.
Hannah -
Un abrazo, Dinosaurio.
Hannah
n.b. tube cuidado, gracias.
zandra -
jazmin, ahora zandra en el foro Acracia.
Un abrazo, amigo
LeeTamargo -
SALUDO, DINO: LeeTamargo.-
Trini -
Espero el desenlace.
Un abrazo
Sakkarah -
¿Cuál será la venganza? ¿Le enterrarán vivo?
Un beso, escritor.