Envuelto para regalo (III).
Palacio de la Magdalena (Santander). Cosecha propia.
Tres.
(Analepsis o flashback).
Apenas habían transcurrido unos segundos prudenciales desde que se quedara solo en el despacho, cuando Adrián se incorporó de la butaca y recogió de la parte derecha de la mesa unos cuantos folios en blanco con membrete. Los dobló cuidadosa y lentamente, tratando de controlar los golpetazos de sangre sobre las frágiles paredes de sus sienes, y se los guardó lo mejor que pudo en un bolsillo de la chaqueta con el tiempo justo de acomodarse de nuevo en el sillón y poner la cara de aburrimiento del que no ha roto un plato en su vida. En ese mismo momento se abría la puerta del despacho y entraba don Pascual con una carpeta voluminosa y polvorienta entre las manos. Era una de aquellas carpetas antiguas con cordoncitos de colores, que presentaba un aspecto deshilachado y mugriento como si hubiera sido utilizada en numerosas ocasiones a través de los siglos y de los avatares de la historia privada de la familia.
-Aquí tiene usted, don Adrián – le dijo el viejo abogado, tendiéndole el destartalado carpetoncio lleno de papelotes amarillos y ocres roídos en unos bordes sucios y desiguales que pugnaban por salir de su encierro – Aquí está todo. Yo hubiera querido preservar del tiempo y de la naturaleza todos estos documentos y otros muchos que me fueron confiados a lo largo de mi dilatada vida profesional, pero … el exiguo presupuesto de la Fundación para estos y tantos otros menesteres, apenas si alcanza para algo más que su desordenado almacenamiento en los sótanos del edificio, presentando en todos los casos tan lamentable e indecoroso aspecto. Confío, no obstante, en que pueda usted desarrollar la digna labor que le ha sido encomendada por su excelencia, la señora condesa de Tresaguas, a quien Dios guarde muchos años entre nosotros, manteniéndole intactas las tan altas y acrisoladas virtudes que siempre le han caracterizado, convirtiéndole a nuestros humildes y mortales ojos en uno de los pilares fundamentales donde descansa la flor y nata de la aristocracia española para gloria y ejemplo de las generaciones venideras en este período de caos y confusiones sin cuento que nos ha tocado en suerte, aunque yo me atrevería a decir que, más bien, en desgracia, vivir. Pero no le entretengo más, don Adrián. Transmítale usted a la excelentísima señora condesa el testimonio más sincero y enaltecido de mi consideración y respeto y póngame a sus pies para …
-Así lo haré, don Pascual. Así lo haré. Pierda usted cuidado – interrumpió Adrián la interminable perorata del anciano abogado al tiempo que, incorporándose de su asiento, estrechaba su temblorosa mano en un rápido gesto de apresurada despedida.
Una vez en la calle, suspiró aliviado respirando hondo su dosis personal de contaminación para sentirse de nuevo un animal urbano en todo su apogeo y especialmente libre del rancio abolengo de aquellos muebles carcomidos y papeles decrépitos, del mal aliento vital y de los cuellos almidonados, del agobio de las estanterías hasta el techo y de las recargadas lámparas de bronce y filigranas chinas con motivos hindúes, de los atosigantes y estremecedores cuadros negros del siglo XVI de estilo cartujano donde todo eran frailes y santas de rostros severos y tenebrosos apenas distinguibles en la penumbra infrahumana de hábitos macabros y fondos oscuros. Y cuando se hubo sacudido, por fin, toda aquella carga de ancestrales fantasmas de los que ya no dan miedo sino profunda y entristecida misericordia, echó a andar sobre la capa de asfalto decimonónico renovado en busca del homicida salvador del honor de una de las más nobles familias de Castilla, al que debería descubrir a través de los papeles que le palpitaban bajo el brazo para hacerse acreedor a una finca enorme y a una mansión destartalada con las que la anciana condesa, tía de Clara, premiaría el resultado final de sus averiguaciones.
Antes de acostarse con Clara, Adrián aprovechaba sus ratos libres para pensar en ella como si cualquier maldito niñato bien nacido se la fuera a desgastar con la mirada. Aprovechaba incluso las siestas de las vacaciones para imaginarla entre sus brazos en una jungla esplendorosa de palmeras azules y manglares gigantescos, de ríos violetas y nenúfares sepias, anaranjados, castaños y amarillos contra el violento resplandor de un cielo verde esmeralda enrojecido hacia los bordes colindantes con unas colinas pardas coronadas por unas nieves perpetuas de color azafrán. Era como el rito enfermizo de un desesperado mamífero de clase baja, con estudios medios, jugando, sin fortuna y sin acierto, a conseguir alguna fama relativa más que a ascender por la resbaladiza y confusa escala social, a despecho de no haber contado con los suficientes recursos económicos que le hubieran permitido evadirse de otra forma más práctica y gratificante que la que se veía obligado a adoptar. Era la evasión más aburrida, pobre y solitaria que conocía y que le impedía encontrar otra salida verdaderamente activa o terapéutica. Por eso se dejó atrapar por Clara. Con cuidado, para que no se notara mucho su interés por ella, pero siguiendo de cerca los sutiles movimientos depredadores de la muchacha, fue dejándose arrinconar hacia su trampa. Y, aunque con algún que otro percance, por primera vez en su vida, le salió bien la jugada.
Era una tarde radiante de principios de mayo en la Ciudad Universitaria. Hacía calor y, por las sucias ventanillas del autobús, se distinguían los momentáneamente verdes prados del campus como agradable alfombra de los frondosos árboles de la avenida principal, de los caminos laterales y de los jardines frente a las entradas de las Facultades. Adrián iba sentado ojeando distraído una revista cuando, ante él, se pararon dos piernas deliciosas enfundadas en unas medias oscuras que terminaban en una falda corta vaquera por donde continuaba un cuerpo de locura rematado en una blusa blanca con sonrisa de infarto, ojos burlones y una melena de pelo lacio encima. Era Clara.
Como era de esperar, a Adrián se le cayó la revista al suelo y, tras un intenso y desesperante carraspeo, consiguió tartamudear algunas palabras incoherentes. El asiento de al lado estaba vacío. Se levantó, dejando paso a la muchacha, mientras trataba, inútilmente, de controlar los nervios que le corrían por la cara en forma de abundantes goterones de sudor repentino e incontenible. Una bocanada de bochorno insoportable invadía su rostro impidiéndole respirar y produciendo un océano de flemas en su tímida y frágil atragantada garganta. Ella, en cambio, sonreía con malicia saboreando el espectáculo, derrochando gracia, manejando aplomo, dominando la situación con desparpajo como si así se vengara de tantos esquinazos con que aquél mequetrefe de tres al cuarto le había obsequiado a lo largo del curso que ahora terminaba.
Cuando, por fin, ambos se hubieron instalado en los asientos, equilibrando con sus cuerpos los tirones y traqueteos del autobús; cuando, por fin, él se hubo guarreado la frente de pasarse las manos, varias veces, intentando secar el ataque de sudor y se hubo aclarado la voz lo mejor que pudo; cuando, por fin, recogió la revista e intentaba dominar los nervios que ahora se le presentaban en forma de gases acumulados de repente en los intestinos, comenzaron a hablar.
(Continuará ...)
Javier Auserd.
5 comentarios
olvidare el ayer... -
un beso y un abrazo con mucho cariño;cuidate y una semana linda te deseo.
jazmin -
Escribes muy bien, te regodeas en poner detalles en todos los sitios, algo difícil de hacer.
Un abrazo.
Dinosaurio -
Sí, Lee, tu tierra es una maravilla. Ojalá la sepamos conservar bien entre todos.
Abrazos.
LeeTamargo -
LeeTamargo.-
Margot -
Siempre me gustó Cantabria, tiene un duende especial. Así que espero impaciente la continuación de tu escrito.., no nos hagas esperar demasiado.
Un abrazo, Dino.