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La cueva del dinosaurio

El viejo Billy el niño (Maldito Pato).

El viejo Billy el niño (Maldito Pato).

Para leer con B.S.O., pulsad: http://www.goear.com/listen.php?v=74dd9f0 

http://www.jacquesmoitoret.com/html/billy_the_kid.html


Era muy clara aquella hermosa noche clara de mediados de septiembre en la frontera. Había sido un verano seco y sofocante y aún no descargaban las lluvias, pero ya refrescaba algunas noches. Billy, sentado en el porche de la casa de las afueras del pueblo, pensaba. Pensaba en todo lo que le había ocurrido a lo largo de su vida hasta el momento y cavilaba sobre lo que debía o no debía hacer de allí en adelante. Sabía que llevaba a Pat pisándole los talones, pegado como un moco, y que, tarde o temprano, le cazaría y le tumbaría como había hecho ya con el resto de la banda. Le daban ganas de cruzar el Río Grande y entrar en México, pero, por otro lado, no le gustaba huir y quería darle a Pat su merecido, aunque ahora la Ley le amparaba, o precisamente por eso.

A lo lejos aullaban los coyotes, los zorros y otras alimañas y los perros de los ranchos cercanos les contestaban enfadados. No estaba bien lo de Pat: pasarse al otro bando por dinero y seguridad traicionándoles. No es que Billy no comprendiera que su mundo se desmoronaba detrás suyo y que venía otra época con otros códigos, otros métodos, otros intereses y otras prioridades. Era plenamente consciente de ello. Pero no estaba bien lo de Pat. Además, él se hacía mayor, lo notaba. Notaba el paso lento e inexorable del tiempo sobre sus huesos y empezaba a añorar la familia que nunca había tenido.

Lo habían pasado bien, de eso no cabía la menor duda. Asaltos, cabalgadas, atracos, borracheras, timbas: la vida al minuto. El mañana no existía y el ayer quedaba muy atrás, después de burlar a los rurales. Incluso la muerte formaba parte de la juerga y, si te tocaba, te jodías con una sonrisa traviesa y elegante en los labios y, a ser posible, también con un buen cigarro. Pero cuando no se piensa vivir tanto, el futuro cobra una entidad que desconcierta, y eso era una parte de lo que le estaba pasando.

¡Maldito Pato (como le llamaba Emiliano)! ¡Maldito bastardo! ¿Por qué había tenido que traicionarles de esa manera, precisamente ahora? Billy no alcanzaba a entender el putrefacto corazón de los conversos y no concebía que era la forma despreciable que tenían de hacerse perdonar su vida anterior ante sus  amos, después de haber sido insultantemente libres. Y su estómago se rebelaba ante esto (¿o serían los frijoles de la cena?). Caminó descalzo por la casa a oscuras y en silencio. Le gustaba. La luz de la luna sobre la entrada del desierto bañaba todo con un halo fantasmal muy agradable y era más que suficiente para ver, de sobra, la inmensa extensión de cardos y dura y seca tierra, pero también producía sombras, zonas oscuras, abismos insondables donde se cobijaba el peligro y acechaba la muerte. Claro que ¡siempre acechaba la muerte! Incluso a los pacíficos peones de los ranchos y a los, cada vez más escasos, pequeños propietarios pobres, y a los ovejeros, y a los cactus, y a los escorpiones … ¡A todos les acechaba la muerte!

Se dirigió hacia la cocina , abrió una cerveza, se enjuagó la boca y escupió por la ventana. Entonces oyó el relincho allí mismo, al lado, y al volverse distinguió a Pat, sentado en una silla, con un vaso de whisky en la mano.

-¿Qué haces aquí? – le preguntó.
-¿No lo sabes? – contestó Pat.
-Quiero decir que por qué has venido tan pronto – dijo Billy.
-Pronto, tarde, ¿qué importa eso? Sabes que, al fin, vendría y sabes a qué he venido, ¿no?
-Sí.
-Siéntate, si quieres. Tenemos un rato para charlar.
-¿Y luego?
-Luego … te voy a matar.
-O yo a ti.
-No, Billy, no. El revólver más cercano lo tienes en la habitación de Lolita, al fondo de la casa. Siempre fuiste muy confiado. La verdad es que no sé cómo has llegado tan lejos siendo tan despistado como eres. Siéntate, anda.
-Para qué quieres hablar tanto si me vas a matar – dijo Billy sentándose mientras se terminaba la cerveza.
-Quiero explicarte por qué te voy a matar.
-¡Oh, qué considerado!
-No, Billy, no soy considerado, soy un cerdo y un canalla sin escrúpulos y sin entrañas. Tanto si siguiésemos juntos atracando bancos y diligencias como ahora que me he pasado a la Ley.
-¡La Ley! ¡Valiente cerda, la Ley! Y ¿te gusta más “la Ley”?
-Sí. Mucho más. Me permite hacer lo mismo que fuera de ella, pero dentro: protegido y a resguardo. ¿Comprendes el matiz?
-¡Seguro!, ¡¿cómo no?!
-¿Y por qué no te pasaste tu también?
-¿Podría?
-Ahora ya no.
-Pues, entonces.
-Ay, Billy, Billy – dijo Pat, moviendo apesadumbrado la cabeza – Siempre fuiste un cabra loca, un tarambana, un bala perdida. No has pensado nunca en serio. No te has tomado nunca en serio nada.
-Y por eso voy a morir.
-Sí. Exacto – le miró Pat, sorprendido – Es el fin de tu mundo … de nuestro mundo … de aquél mundo, quiero decir.
-Sé bien lo que quieres decir, Pat, ¡vete al infierno con tus sermoncitos de última hora! ¡Termina lo que has venido a hacer y lárgate a cobrar la recompensa! ¡Mueve mucho la cola a tus nuevos amos, no sea que se enfaden y te manden a otro cerdo como tú a darte el pase! Sólo te pido una cosa, Pat: deja en paz a Lolita.
-Tranquilo, Billy, Lolita está a salvo. Aún no he llegado a eso.
-Llegarás – masculló Billy con desprecio- Despáchame pronto, ¿quieres?
-De acuerdo, Billy, yo sólo quería …
-¿Qué no te guarde rencor? – sonrió Billy con una mueca.

Hubo un silencio en el que se pudieron oír todos los roces y movimientos del desierto. Pasaba la noche rodando como una piedra de moler harina. Pasaban los coyotes, los zorros, las ranas los insectos, los alacranes, las lechuzas, los potros salvajes, las ovejas, las vacas. Una locomotora lejana lanzó el estridente silbido del imparable progreso. En ese instante, Lolita se dio la vuelta en la cama, a punto de notar la momentánea ausencia de Billy.

-Tranquilo, Pat – volvió a sonreír Billy – No te guardo rencor.

Y entonces, a los ruidos tranquilos y normales de la aldea fronteriza, al borde del amanecer, se superpuso el ruido más seco y duro del mundo. Un ruido que Billy había oído y producido antes muchas veces, pero que aquél no llegó nunca a oír.

© Javier Auserd.

6 comentarios

Dinosaurio -

Hola, Hannah, Trini, Sak, Lee. Me encanta que vengais a verme.
Gracias, Sak, conseguirás ponerme colorado, te lo aviso.
Abrazos.

LeeTamargo -

...No es fácil afrontar el final, nadie se libra, ni siquiera el traidor...
SALUDOS, DINO: LeeTamargo.-

Sakkarah -

No pusé el nick. Era yo el anónimo. Otro beso más.

Anónimo -

Si tuviera sombrero, me lo quitaba ante tu escrito.

Eres bueno escribiendo. Me ha encantado leerte.

Un beso.

Trini -

Y es que siempre, para todos, hay un final y en ese momento se dejan de oír todos los sonidos...

Por un momento mientras t eleía, he recordado a mi abuelo. Todos los días, al salir yo del colegio, me llegana averlo y siempre, a esa hora, esperaba el almuerzo mientras leía novelas del oeste...

Un abrazo

Hannah -

"-¡La Ley! ¡Valiente cerda, la Ley! Y ¿te gusta más “la Ley”?
-Sí. Mucho más. Me permite hacer lo mismo que fuera de ella, pero dentro: protegido y a resguardo. ¿Comprendes el matiz?" Valgan por ejemplo las guerras como ejemplo. Tu también tienes más razón que "un santo", amigo.
Un abrazo entrañable.
Hannah