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La cueva del dinosaurio

Envuelto para regalo (V).

Envuelto para regalo (V).

House Sherlock Holmes


Cinco.

(Querida Sherlock Holmes).


Años después, mientras trataba de descifrar los documentos de la familia de Clara, recordaría Adrián aquella tarde en la clínica con una leve sonrisa de nostalgia en los labios y la pluma que le regaló la muchacha entre los dedos. Pero debía concentrarse en su trabajo, de modo que, dejando a un lado los recuerdos, siguió intentando montar el rompecabezas que tenía delante de sus narices … sin que, de momento, consiguiera avanzar apenas nada.
Lo primero que había descubierto era que los antiguos tenían una ortografía pésima bajo una caligrafía preciosista en la que apenas se entendía nada. Lo segundo era que los papeles aguantaban fatal el paso del tiempo y la acción de la humedad y de los invertebrados. Lo tercero fue constatar, después de ojear muy por encima el contenido de aquél mamotreto, que no entendía ni jota. Y, por último, cayó en la cuenta de que todos los papelotes estaban cronológicamente descolocados, lo que significaba que habían sido revueltos a propósito o leídos por mucha gente a lo largo de los años o que se habían precipitado al vacío desde una estantería y fueron recogidos a boleo, porque su simple acumulación por orden de caída, habría traído como consecuencia un resultado bastante aceptable.
De modo que empezó haciendo dos montones y luego clasificó por su fecha a los que contenían tal detalle dejando para más adelante la labor de intercalar los que carecían del mismo en función de su contenido. Esto le llevó media semana. Entonces, entre estornudos de alergia, inició la lectura pormenorizada de cada uno de ellos anotando en un cuaderno de anillas lo que le iba llamando la atención: nombres de personas, referencias y alusiones, nombres de fincas, vicisitudes familiares …
No consiguió gran cosa salvo dolores de cabeza, congestiones nasales, picor de ojos y conjuntivitis. Se le ocurrió preguntar a Clara por lo que ella conocía de la historia de su familia y lo apuntó todo, pero no parecía mucho. Entonces, le preguntó si sabía de alguien aún vivo que supiera algo que arrojara algo de luz sobre aquellas tinieblas. Ella se puso a cavilar y a cavilar, adoptando caras raras e interesantes mientras paseaba entorno a Adrián y, al cabo de un buen rato, dijo en tono misterioso:

-Hay alguien … pero no está vivo.
-Entonces no nos sirve.
-Sí. Sí que nos sirve.
-¿Y eso?
-Porque es un libro.
-¿Un libro?
-Un diario, para ser exactos.
-¿¡!?
-El diario de Holmes. Sherlock Holmes.
-¡Me estás vacilando! ¡Te burlas de mí!
-No, querido grumetillo. Si me dejaras terminar, o más bien empezar, la historia, podrías enterarte de lo que quiero decir.
-Vale.
-Pues bien – carraspeó divertida – Érase una vez … el aya de mi tía …
-¿Tu tía Victoria, la condesa?
-¿Me vas a dejar seguir o me vas a seguir interrumpiendo?
-Disculpa. Sigue … por favor.
-Eso está mejor. Como te decía … Érase una vez el aya de mi tía a quien yo llamaba … Sherlock Holmes. Sherlock era, cuando yo la conocí, una abuelita maravillosa, que mandaba más que mi tía, que dirigía ella solita todo el tinglado y que se pegaba unos lingotazos de Anís del Mono que temblaba el misterio, pero que la mantenían, por alguna razón desconocida y, sin duda, reprobable, con una lucidez a prueba de bombas. De pequeña, me contaba unos cuentos inventados, basados en un refrito de todos los clásicos juveniles, con su voz de trueno (y de agua ardiente), que me mantenían tiritando hasta media noche. Allí aprendí que había un tesoro en una isla a la que unos aventureros llegaron en globo y otros en submarino, después de dar la vuelta al mundo y viajar al centro de la tierra; uno de ellos era detective y descubría a Tintín y al monstruo del Lago Ness; también iban al castillo de un vampiro, se refugiaban en un bosque robando a los ricos para dárselo a los pobres, destronaban a un rey malo, despertaban a una princesa, bailaban con ella y se comían a tres cerditos amigos de la abuela de un lobo. O algo así. Luego, con un guiño, me ponía unas gotas de colonia en la frente y, dejando la lámpara de la mesita encendida, como al descuido, entornaba la puerta de mi habitación y se iba a la suya a roncar. Le puse Sherlock Holmes porque también fumaba en pipa. Sherlock, tenía un diario donde iba anotando, desde niña, todos y cada uno de los acontecimientos de la familia. Y yo sé dónde está. Punto.
-¿Y?
-¿Cómo que … “¿Y?”?
-¿Que qué quieres a cambio?
-¡Ay, grumetillo, grumetillo! Veo que espabilas rápido. Aunque … eres inteligente, pero … aún no eres listo … Porque la pregunta no es “qué quiero a cambio”, sino “qué estás dispuesto a hacer”.
-¿Por?
-Porque hay que ir de noche al desván de tu futura mansión a por el diario del aya de mi tía: el diario de Sherlock Holmes, guapito.
-¿Y por qué de noche?

(Continuará ...)

Javier Auserd.

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