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La cueva del dinosaurio

El nevazo de la tía Cirila.

El nevazo de la tía Cirila. Eran blanquecinas, de aspecto algodonoso, suave, como empujadas por la mano grande del Genio de las Montañas; agrupaditas en racimones, ocupando poco a poco todo lo visible desde la parte más alta del pueblo y aun mucho más allá, por detrás de la Covacha, por detrás de los barrancos, de los desfiladeros, murallones, gargantas, trochas, cañadas de más arriba; por encima de los picos, tras el otro lado de la sierra, emergiendo como la espuma inmensa de la ola de un mar inexistente. El mar que está tan lejos, ni puñetera falta que hace.
- Aquí nos apañamos bien sin él desde antes que mi tatarabuelo fuera monaguillo, ¡no te jode!
- El mar para los pulpos y para los cangrejos (de mar, claro), aquí ni puñetera falta que hace.
- Y para las tías que enseñan la pechuga a los palomos, ¡no te joroba!
- El mar, el mar, ¡valiente mamarrachada!
Fueron llenando el cielo como inofensivos gurriatones de bordes grises con remates negros; comiéndose el azul, subieron la ladera majestuosas, tozudas, mansurronas. Y se instalaron ocupando el aire. Así es que, cuando tío Remigio se quiso dar cuenta, todo el mundo se le había adelantado en la sentencia: "Va a nevar antes de media tarde".
Antes de media tarde nevaba. Tía Eduvigis le había dicho a su nuera (la pobre, tan delicada ella, como que era de capital la criaturita y andaba reponiéndose del hígado en el pueblo): "Lauri, hija, voy en cá tía Cirila antes de que caiga, que está con la rodilla y no se puede menear la mujer. Voy a llevarle un bollo pá sopas. Tu no te muevas y cuando venga mi Ulogio lo atalantas. Que se coma las puches y luego si se quiere ir pál bar que arregle antes los plomos, que saltaron anoche".
- Descuide, abuela, que yo se lo digo - contestó Laura.
Al principio era un agüilla llena de puntitos dispersos que no daban ningún respeto, hasta el punto de chotearse Andresín del pregonero:
- ¡Cuñao!, anda que ... con que un nevazo de mil pares de galeras, ¿eh?, con que una tupa a nevar que vá’ber que salir por las bujardas, ¿eh? ¡Buena tupa llevarías tu cuando cantabas!
Y el pregonero rezongaba por lo bajo, las manos en la estufa, moviendo la cabeza al ritmo de las botas:
- Tu ríte, ríte, que verás quién te vá’sacar la Golosa de los Navazuelos, mamonazo, Ríte, ríte, cá’mí el nevazo me coje avisao.
Los hombres iban desapareciendo del bar de en medio cuando tía Eduvigis subía la calle arriba a ver de su prima en la casa de por cima del horno. Llevaba un paso ligero, nervioso, de gorrioncillo brincador por entre las piedras resbaladizas que empezaban a blanquear a pasos ya agigantados para entonces. Franqueada la portera, traspasó el corralón en el justo momento en que arreciaban los copos.
- Si más que copos parecen copones! - decía Manolito con la cara pegada a los cristales del bar.
Las amarillentas y escasas bombillas del alumbrado público eran ánimas perdidas entre la cortina de nieve que ya caía a eso de las seis menos cuarto desde un cielo invisible, desaparecido e inquieto. Mientras, tía Eduvigis, cerrando la puerta, se quitaba el pañuelo sacudiéndose los cabellos y dejaba el capazo encima de la mesa.
- ¡Válgame Dios, Teresina!, ¡qué nevazo cae, pero qué nevazo! ¡Ave María purísima y todos los santos del cielo con los ángeles y arcángeles y toda la corte celestial! ¡Virgen santísima del Espino, ten misericordia de nosotros, amén, Jesús! ¡Qué nevazo, pero qué nevazo más burro! - y no paraba de hacerse cruces, al tiempo que se secaba la frente con la otra mano.
Una tanda de muchachos a los que la tormenta había pillado por el barrio de abajo, desembocaba en el Pilar como una estampida triunfal y luminosa de destellos brillantes, de redondas palomas volando de Toño a Daniel, de Raúl a Mario, como vertiginosas gaviotas vestidas de comedia para ser estrellas, princesas, primadonnas, por el poder infantil que les da vida durante un siglo mágico colgado del espacio, a mitad de camino entre la cabaña hechizada del bosque de abedules y la luz del otro lado de la luna. Y cuando el encantamiento se evapora, los duendes retroceden brincando sobre las calles cubiertas por medio metro de nieve arrojado por un vendaval que cierra a ojos vista.
El pueblo no tenía boticario desde que don Anselmo muriera de repente un octubre al poco de bajar de su diaria partida de dominó con el cura, postrado hacía ya tres meses con las maltas, porque a ninguno de sus hijos les dio por el oficio y como el de boticario no era cargo oficial ... nadie lo siguió. Además, con tía Olegaria para los huesos, tía Jesusa para las yerbas y la farmacia del pueblo cercano, tenían de sobra. Había, eso sí, médico repartido (con el tiempo habría uno fijo) y dos maestros que atendían las escuelas, aparte de un bibliotecario para la vasta y completa biblioteca donada por el rey (porque iba mucho a cazar) e inaugurada durante la República, dependiente ahora de una dirección general. También había, como es lógico, un cartero y una telefonista que atendía con el aparato, desde el salón de su casa, la entonces pequeña demanda de servicio; un alguacil y un pregonero.
No había, en cambio, enterrador. No por superstición ni zarandajas semejantes; la cosa era que ni durante la guerra hubo allí muerto alguno. Los dos bandos se quedaron a las puertas del pueblo sin llegar a tomarlo en combate. Terminada la guerra, los falangistas entraron en el Ayuntamiento, tomaron posesión en nombre de un tal "generalísmo" de los Ejércitos y de una gloriosa revolución nacional-sindicalista y, ante la ausencia de denuncias, se limitaron a adivinar, a boleo, quiénes podían ser los peligrosos rojos, con rabos y cuernos, para darles el paseíllo. Pero cuando los iban a fusilar contra la tapia del cementerio viejo, se plantó delante el párroco gritando que allí no se mataba a ningún cristiano como no fuese por encima de su cadáver. De modo que les encargaron la construcción del camino de la ermita que era la única iglesia del pueblo, lo cual resultó una fiesta porque los chiquillos les enredaban la tarea con bollos y vino dulce hasta que, por fin, estuvo terminado y pudieron volver a sus faenas cotidianas. Ni que decir tiene que aquél honrado sacerdote no vio terminada la obra. Pronto fue sustituido por otro, pistola al cinto, famoso por sus intemperancias y locuras, convertido enseguida en el hazmerreír de las buenas gentes a pesar de la inevitable pequeña corte de incondicionales beatas.
Tampoco existía cuartelillo. Así es que, únicamente de Pascuas a Ramos se avistaban tricornios en la Casa Consistorial, bajados del pueblo vecino cuando era menester, que era casi nunca.
Tan sólo un forastero refugiado durante la contienda, oficialmente sobrino del rey, que ejerció como alcalde en los primeros meses de postguerra, se suicidó en el huerto del tío Crisanto, ahorcándose de un manzano, al atardecer. Pero los más viejos del lugar tenían que tomarse más de veinte chatos seguidos antes de poder recordar un sólo muerto propio y todos lo habían sido de muerte natural.
Estaban, pues, sus habitantes contentos del hecho, al que atribuían un origen divino y milagroso por mediación de la Santa Patrona local, quien, a través de un cura visionario de principios de los años treinta, había anunciado que ni en guerras ni en tormentas sucedería mal alguno, por causa directa de ambas catástrofes, a todo aquél que se hallara dentro del recinto formado por una serie de pequeñas cruces de piedra que rodean el pueblo, cuatro de las cuales señalan cada uno de los puntos cardinales. Esas cuatro cruces estaban situadas siguiendo un orden místico estratégico. La del norte, en el pantano, por encima de la iglesia de arriba, que en su origen fue ermita. La del este, hoy desaparecida, en la Ladera. En los Grijuelos la sur. Y la del oeste en los Linares, también hoy ya inexistente. La segunda profecía alude a que ningún devoto de la Virgen sufriría daño alguno si, ante un grave peligro, se encomienda a ella con fervor.
La misma tarde del temporal, una hija de don Anselmo el boticario, santera de la ermita, vio desde la puerta de su casa a cinco o seis lobos de ojos llameantes y torvos, gruñendo de frío bajo el portalón de la iglesia. Sin aspavientos ni sobresaltos, entró tía Adelfa y le comentó a su marido:
- ¡Válgame Dios, Manolo!, qué nevazo estará cayendo, que hasta los lobos se refugian bajo techo esta noche.
Y, a continuación, siguió preparando la cena como si tal cosa.

Tanto arreciaba la ventisca, que tía Eduvigis, temerosa de no poder regresar a su casa, una vez hecha la sopa a su prima y dadas las instrucciones precisas a Teresina, se lió el pañuelo a la cabeza y, agarrando nerviosamente el cesto por el brazo, se dispuso a salir, abriendo con gran dificultad la puerta. Pero la avalancha de nieve que se le vino encima y que tapaba la entrada casi por completo, le hizo desistir del empeño. Con un susto de muerte, volvió a cerrar como pudo y, tratando de no asustar a tía Cirila, subió al piso de arriba para ver mejor la situación de la calle desde una de las ventanas superiores. Y lo que vio, además de confirmarle sus temores, tuvo la virtud tranquilizante de hacerle entender la fatalidad inexorable de su suerte. Resignada, bajó las escaleras y, con ayuda de la muchacha que cuidaba a su prima, avivar el fuego de la chimenea y sentarse a rezar frente a la lumbre.
Serían más de las once cuando un ruido ensordecedor, como un gran trueno prolongado y retumbante, despertó a todo el pueblo. No se habían apagado aún los ecos del estruendo y ya unos diez hombres de las casas más cercanas se abrían paso con palas y azadas alumbrando la noche con candiles para ver, entre metro y medio de nieve, el origen de la alarma. Ante ellos, como un enorme animal agonizante, yacía la capilla de abajo aplastada por el peso de una mano blanca: la mano gigantesca del Señor de la Montaña. En el azulado resplandor de un manto de azuzenas, con un cielo ahora raso cuajado de luciérnagas y migas de leche colgadas del cénit infinito, los sobrecogidos testigos comprendieron el poder ancestral de las Fuerzas Antiguas, la voz inmensa de los movimientos que formaron el mundo y se sintieron solos en el universo, como los primeros seres del planeta en los que una chispa semejante desencadenó el mecanismo dormido de sus corazones que les separó definitivamente de su vida anterior para construir sueños endebles de piedra y celofán que la Naturaleza tiraba, tarde o temprano, por los suelos.
Hubieran querido agarrarse a algo, tener la ciega fe de los cruzados o la macabra seguridad de los inquisidores, ser parte del lado más feroz de la brutalidad humana, para no estar tan indefensos, para no ser el asombrado desconcierto de la sombra temblorosa de un pájaro de humo huyendo de las llamas.
A la mañana siguiente los muchachos no tuvieron escuela. No sólo por lo de la capilla, ni siquiera por la nieve que muchas otras veces habían atravesado por los senderos abiertos por los hombres a golpes de pala y azadón hasta el colegio, sino porque todo el pueblo asistió al entierro.
A tía Eduvigis le asaltó el primer presagio cuando, al despertar por el estruendo de la capilla desplomándose como papel de fumar contra la nieve, pensó que algún encantamiento misterioso había partido en dos la Sierra entera para que las vacas del cielo pasaran a pastar al otro lado. Pero entonces aún respiraba con normalidad, de modo que la arropó con cuidado y echó otro vistazo a la calle. La lumbre se había consumido casi por completo dejando unas brasas fascinantes y acogedoras de colores limón y carmesí que aprovechó poniéndose una manta por encima y sentándose frente a ellas en la butaca de mimbre que tanto le gustaba de casa de su prima. Durante el segundo aviso, no sabría precisar si fue despierta o dormida, se le apareció un ángel. De la difusa y rojiza claridad de las ascuas se formaba, perezosa, una neblina de cuyas partes laterales surgían dos figuras simétricas tan nítidas y deslumbrantes como las vidrieras de la Catedral que tía Eduvigis había visitado en un viaje de pesadilla entre el mareo y la taquicardia a que su hijo Román la sometiera por pura cabezonada hacía ya muchos años. Entonces, cuando el reloj de pared, regalo de tío Sebastián, daba las cinco (¿o fueron las siete en esos mágicos momentos de estupor?) como siempre a las y veintes, los niños se juntaron en una dulce muchacha que le dijo: "Mamá, mamá, acabo de ver a tía por los pasillos del Río". "¿Del río, hija? - recuerda tía Eduvigis que alcanzó a responderle -  ¡pero si eso queda detrás del puerto del Pico!". "¡Qué tonterías me pasan cuando nieva!", pensó la mujer, desconcertada, sacudiendo la cabeza mientras, levantándose de la butaca, subías las escaleras a ver otra vez de su hermana Sinforosa (¿o era su abuela?, ¿su sobrina?,  ¿su nuera? ... ¿quién demonios estaba en la cama de arriba?). Al doblar una esquina del pasillo, tuvo tía Eduvigis la tercera señal: alguien habla en el cuarto de su bisabuelo nunca abierto desde que se fuera a comprar tabaco una mañana en la que desapareció sin dejar rastro para siempre jamás. Sí, sí, estaba segura. Acercó el oído a la puerta en el preciso momento en el que alguien gritó del otro lado.
Se habían puesto el traje de los domingos y las mujeres el luto de sus abuelas para acompañar a tía Cirila a su última habitación al abrigo de los vientos y de los sinsabores.
No hubo desgarros ni crispaciones, salvo los aislados suspiros de algunas ancianas de su quinta que se veían a sí mismas en el lugar de la difunta y les daba rabia esta vida puñetera que te sacude el zambombazo mientras los dioses llenan los pueblos de montaña con algodón recién seleccionado ("¡Señor, Señor, qué cruz!, ¡qué vida ésta!, ¡qué amarga, qué triste, arrastrada existencia!, ¡qué maldición cruel nos fabricaste!". "Ten misericordia de nosotros, tus inmisericordes hijos, pecadores del diablo. Amén, Jesús!").
Las niñas iban a un lado y los niños al otro, formando anárquicas hileras, con un ramo nervioso de yerbajos silvestres en la mano, cantando capitaneados por los maestros, detrás de las autoridades y del féretro precedido por el cura y los monaguillos en traje de ceremonia. Cerraba la comitiva el pueblo entero serpenteando por la carretera, ya limpia de nieve, hasta la iglesia de arriba donde sería la misa de corpore in sepulto para, después, inaugurar el cementerio nuevo en Mesegosillo.
Un cielo de postal mediterránea, un vientecillo isleño, un sol de "véngase páhpaña, míster, pá colorear su rostro pálido, madame", rasgaban las arrugas, la piel atormentada de aquellos feroces navegantes del centro del planeta, de aquellas tribus ancestrales, de aquellos ex-guerreros de tiempos más sencillos que han ido a despedir a tía Cirila mientras lían un cigarro y mueven la cabeza mirando al mar, mirando allá por donde aparecieron los primeros nubarrones blancos, suaves y ligeros, como empujados por la mano grande del Genio de la Sierra.
Madrid, 7 de marzo de 1.983.

6 comentarios

Manuel Iguiniz -

Bello uso del español, felicidades

felipe -

de la mano y voz de Gatopardo llegué aqui y la tía Cirila, !que relato bueno!, un abrazo,

LeeTamargo -

...Te descubro por Gatopardo y me quito el sombrero, a pesar del nevazo. Sabor de antaño hecho hoy, fresco y natural; y las descripciones magistrales...
SALUDANDO: LeeTamargo.-

Lazarillo -

La Gata tiene ojo, pecho y razón. Digo lo mismo.

Dinosaurio -

Nada, nada, favor (inmerecido) que tu me haces.

Gatopardo -

¡Cagüenlá qué peazo relato t'has escrito, zagal!
Y dices que no eres escritor... ¿Entonces al que escribe un relato como éste, cómo hay que llamarle?
Un abrazo emocionado.